Allá por los felices sesenta las pelis de atracos nos enseñaron que para hacerse con el botín el interesado debía sortear una maraña de rayos delatores que rodeaba el objeto del deseo; rayos invisibles sin la provisión de unas gafas especiales. La protección electrónica, hoy objeto de consumo entre las clases pudientes espantadas hasta por su sombra, evocaba entonces un misterio inaccesible para el común. Los atracadores, provistos de las pertinentes gafas, se acercaban al botín haciendo contorsiones para deslizarse por los espacios exentos entre los rayos, operación que despertaba el interés y la simpatía de la audiencia devoradora de pipas de girasol en la sala oscura porque debía hacer las mismas contorsiones con sus magros recursos de renta para llegar a fin de mes. Los rayos, despojados de su invisibilidad, eran rojos; es decir, en el lenguaje cromático universal, signo de prohibición y peligro.

Los rayos, rayas, líneas rojas o como quiera decirse han irrumpido triunfalmente en la jerga de la conversación política. No hay día ni noticia en el que algún operador de la cosa pública no atraviese una línea roja, o todas ellas, que también se da el caso, en su quehacer rutinario, bien sea acosando a una ministra con una bolsa de material tóxico o condenando a la muerte por hambre a miles de niños y niñas en Gaza. De inmediato se escucha un cacareo generalizado –oh, ha atravesado una línea roja-, que pretende mostrar escándalo pero que se apaga con la misma rapidez con la que ha surgido. La línea roja es parte del repertorio de latiguillos inanes que trufan la parla pública: punto de inflexión, pistoletazo de salida, carpeta cerrada, nueva pantalla, sociedad civil, etcétera. Sepa el paciente espectador que cuando topa con alguna de estas muletillas le están ofreciendo basura.

En lo sustantivo, lo que distingue a los atracadores de antaño de los políticos de hogaño es una sola palabra: el orden, y su antónimo el desorden. Los atracadores ejercían su oficio en un mundo donde era clara la distinción entre ricos y pobres, propietarios y desposeídos, policías y forajidos, crimen y castigo. Estas distinciones –digamos, líneas rojas– creaban un código moral compartido, que se ha difuminado. El asesino de Gaza continúa a la tarea para eludir la cárcel por delitos infinitamente menores de los que está acusado y el acosador de la ministra quiere hacer caer a un gobierno legítimo así sea envenenando a sus miembros.

Los salteadores de hoy, al contrario que los atracadores de ayer, operan sin cautela, vergüenza ni reserva, a la luz del día y con publicidad, a sabiendas de su éxito y con la convicción de que cualquier nuevo orden se instaura siempre sobre la ruinas del viejo. La agitación requiere de héroes intrépidos y secuaces necesarios; un echao p’alante, dominado por la hybris, que dirían los clásicos, que arrastra tras de sí una tropa de seguidores entre encandilados e interesados, que hacen masa a su alrededor, intermedian con la realidad y difunden la doctrina. Más allá de este perímetro, es el retumbar del aparato publicitario, que cubre el cielo y penetra como una marabunta en nuestro sistema nervioso. En este paisaje fangoso, las líneas rojas son filamentos minúsculos como hebras mal digeridas del bolo alimenticio que se descubren en las deposiciones y permiten a los expertos saber de qué nos nutrimos: comida rápida con alto contenido de grasas saturadas, azúcar, sal y colorantes.