En una sola tacada, el conglomerado reaccionario en el que va montado el moderado don Feijóo ha proclamado su voluntad de salvar la unidad de España y ha puesto a un torero al cargo de la cartera de cultura. El movimiento de ajedrez es asombroso por obvio. Si España está incendiada por socialcomunistas, separatistas y maricones, como cuando entonces, ¿quién que no sea un torero puede apagar el incendio? Un torero bombero.
En el famoso y remoto golpe de estado del teniente coronel Tejero, 23F/1981, una televisión sueca confundió las imágenes del suceso e informó a su audiencia boreal que un torero había asaltado del parlamento español. El periodista sueco de la época no distinguía un tricornio de charol de una montera de astracán, ni un uniforme militar esmaltado de medallas de una chaquetilla de luces porque todo entonces era typical spanish. Es el tiempo que añoran los voxianos, el que quieren recrear con el concurso de sus socios moderados del tendido de sombra, así que, cuatro y pico décadas después, el ministrillo de cultura se cubre la cabeza, en efecto, con una auténtica montera de lidia y lleva en las manos una muleta -o engaño, en la jerga taurina- y un estoque de cruceta de los que nos llevan al desolladero.
El papel histórico de las famosas clases medias consiste en proveer de elites gestoras al estado, un menester del que no se ocupan los muy ricos, que no necesitan de la política para seguir siendo ricos, ni los muy pobres por los que poco puede hacer la política donde gobierna el mercado. En las épocas más estables, la clase media aspiracional (lo que en la jerga marxista se llamaba pequeña burguesía) suministraba a los muy ricos, escribanos, abogadillos, periodistas, oficiales del ejército, maestros de obra, toreros, bailaores y caballistas de circo, que atendían a un amplio espectro de necesidades de la clase propietaria, desde el papeleo leguleyo y la defensa militar de sus propiedades al entretenimiento dominical.
Pero esta no es una época estable y la clase media, antaño relativamente unánime y mayoritariamente conservadora, ha crecido hasta el punto de no poder dar empleo a su gente y se ha fraccionado en dos bloques que han buscado aliados a derecha e izquierda, según su querencia y sus cálculos. Lo que llamamos guerra cultural no es más que un ajuste de cuentas en el conflicto intestino de la clase media. La izquierda no alterará un ápice los intereses de los ricos y la derecha no se preocupará un carajo de la suerte de los pobres, a pesar de sus respectivas proclamas. Así que la batalla parece estar entre subvencionar los cómics y videojuegos o las entradas a los cosos taurinos.
La banalidad gestual de esta guerra cultural no debe engañarnos sobre la profundidad de sus causas ni sobre la gravedad del resultado. Lo que se juega es recuperar el sentido en las sociedades en las que vivimos. Todo indica que el objetivo está lejos y el peregrinaje será largo. Los contendientes deberían hacer un esfuerzo argumental, que por ahora nadie ofrece, para explicar la ruta. Pero una cosa es segura: un torero no nos sacará del lodazal.