Todas las sociedades son racistas, tanto más si son o han sido hasta hace poco racial y culturalmente homogéneas. Pero, ¿dónde empieza y termina la homogeneidad? Nuestros compatriotas meridionales sufrieron –y aún sufren, si hemos de tener en cuenta el absurdo debate sobre el acento andaluz– el rechazo de sus vecinos del norte. El otro como amenaza parece inscrito en el adeene humano. En las sociedades competitivas y abiertas de esta época, lo que no se acepta es que el otro tenga igual o mejor suerte que yo, que compre en el mismo comercio, ocupe el mismo pupitre en la escuela o la butaca de al lado en el cine, espere junto a mí en la sala del médico o me preceda en la cola ante la ventanilla de la administración. Solo las personas racializadas conocen por experiencia propia el espinoso camino de la vida cotidiana erizada de invisibles gestos que las señalan. La crisis estalla cuando la víctima se niega a aceptar el sobreentendido bajo el que se oculta esta situación.

Vinicius Júnior es un futbolista de élite de carácter muy vivo al que sus adversarios, en el campo y fuera de él, han decidido hacerle la vida imposible. El fútbol, la religión de nuestro tiempo, exige que los santos que entroniza sean de los nuestros. En un terreno más abstracto aceptamos que el palestino Jesucristo sea interpretado en el cine por un sueco rubio de casi dos metros de altura, pero discutimos fieramente si a alguien en otra ficción audiovisual se le ocurre representar una Cleopatra de piel negra. Nos gustan los héroes del fútbol porque hacen lo que nosotros no podemos hacer y son generosamente retribuidos con la fuerza de nuestra admiración, y, quién sabe, quizá nuestro hijo llegue a ser como ellos, lo que justifica las broncas parentales en las ligas infantiles.

Los hinchas van al fútbol con el ánimo sobrecargado de frustración que necesitan convertir en satisfacción. Pero nosotros no somos negros y no seremos nunca Vinicius, el mejor jugador sobre el terreno. Al insultarle por el color de su piel, le crispamos, desestabilizamos a su equipo y enviamos un mensaje supremacista al mundo. El equipo del que salen los insultos racistas gana el partido: objetivo conseguido. En ese momento, el insulto mono se convierte en el insulto tonto y lo corea toda la hinchada del estadio. Vinicius es mono y es tonto por la misma razón, porque no es blanco y es este último insulto el que tranquiliza la conciencia de los racistas que no le llaman mono.

El fútbol de masas está sumido en una paradoja que se soporta en tres factores. 1) Los grandes clubes, gobernados y mercadeados por élites económicas y empresarios de ventura, necesitan a los mejores jugadores en competición, no importa de dónde vengan ni cual sea el color de su piel, religión o nacionalidad; 2) en consecuencia con lo anterior, los mejores jugadores proceden de países y barrios donde el fútbol es todavía una actividad en la que va la vida y la única puerta para salir de una miseria sin paliativos, y 3) las hinchadas locales están formadas por masas de clase media, a menudo en declive, pero que no tienen ocasión, tiempo ni incentivos para producir futbolistas autóctonos y la imagen que les devuelve el espejo del césped es la de extraños alienígenas que no son de los suyos pero con los que se ven obligados a convivir en sus decadentes barrios.

El cuarto ingrediente es la globalización mediática de este deporte, en el que hay depositada la única esperanza de que sirva de espita de seguridad en la olla a presión del capitalismo mundial. Los obscenos sucesos del campo del Mestalla encontraron inmediato eco en todo el planeta y consagraron la imagen de que España es, diga lo que diga la locuaz y alocada doña Ayuso, un país racista, y ella debe saberlo porque aspira a tener como socio a un partido declaradamente xenófobo.

¿Tiene solución este problema? En lo inmediato sí; bastaría atornillar un poco más lo que llaman el protocolo contra el racismo en el fútbol  y dotar a la autoridad de poder para suspender un partido, además de localizar y sancionar a los responsables de los insultos, que ya se hace. Pero, ¿qué autoridad puede suspender un partido en marcha?,  ¿el árbitro?, ¿hay algún árbitro o autoridad asimilada que pueda poner en jaque el funcionamiento de la industria de la que viven? Por ende, estas medidas sobre el terreno desplazarían la vomitona racista a las redes sociales, donde ya están y quedan impunes. Eso sí, se conseguiría dejar la infamia fuera del altavoz televisivo.