Para Jon, con agradecimiento
En estos días en que la inteligencia artificial –IA, aiei, que parece chino-se ha convertido en un invasivo tópico noticioso, este viejo recuerda la recomendación que recibió del vendedor de su primer ordenador personal, allá por el año 89 en la ignota localidad de Badostáin, a diez kilómetros del lugar donde se ha encontrado la mano de Irulegi, lo que anoto para curiosidad y solaz de antropólogos y demás interesados en la evolución de las especies. Cuando este usuario preguntó cómo funcionaba el aparato que estaba comprando, el vendedor respondió elusivamente, dialogue con la máquina. Desde entonces, el usuario no dejado de dialogar con aquel ordenador y los numerosos otros que le han sucedido y el diálogo no ha pasado del que puede tenerse con una mascota, que nos demuestra a cada paso que no es humana y no se le puede pedir lo que es propio de humanos. Y de este diálogo desigual ha nacido un cierto escepticismo hacia el poder de la IA.
Mi amigo Jon es un académico que provee a este escribidor de lo que llamaríamos materiales para la reflexión sobre el mundo y sus cuitas, el último de los cuales ha sido un artículo de prensa de José María Lassalle en el que este profesor y político liberal-conservador examina no sin cierto espanto la trayectoria de China y su voluntad hegemónica en el mundo mediante el dominio de la inteligencia artificial. Hasta aquí, nada que no sepamos por la cuenta que nos trae ya que bien podría ocurrir que esta cuestión nos lleve a la tercera guerra mundial. Pero Lassalle, enamorado de su propia argumentación, entra en el terreno de la fantasía cuando introduce en la matriz argumental la tradición confuciana del régimen chino y llega a afirmar que lo que este se propone es crear una IAcracia infalible y virtuosa de la que quedarían excluidas las limitaciones morales, las ambigüedades éticas y los errores analíticos que acompañan el desempeño de la inteligencia humana y, gracias a ella, se podría materializar el ideal confuciano de virtud. En resumen, según Lassalle, China muestra la voluntad de asumir la hegemonía planetaria a la manera confuciana. Quiere ser una civilización artificial donde el conocimiento no es poder, sino el poder. Caray, cómo iba a engordar Confucio (siglo V a.C.) si lo oyera.
Sigamos la argumentación por nuestra cuenta. China está dominada por una orden de virtuosos y laboriosos robots confucianos y entretanto, qué hacen los mil cuatrocientos millones de chinos que aún se tiran pedos, lo que no puede hacer la inteligencia artificial como comprobó empíricamente Ainhoa de siete años cuando se lo pidió a Siri, la brujita encerrada en el móvil chino de su hermana mayor. Durante el último confinamiento, en noviembre pasado, millones de chinos se echaron a la calle para demostrar que la IAcracia confuciana vale hasta cierto punto. Los chinos trabajan mucho y disciplinadamente, y eso facilita el estereotipo confuciano, pero también son los inventores de los fumaderos de opio y de los cuentos interminables. Todas las sociedades trabajan duramente cuando las circunstancias aprietan y se ofrecen oportunidades de mejora, incluso los católicos romanos, quizá la religión más tolerante con la siesta.
El discurso del profesor Lassalle es típico de esta época marcada por el miedo en occidente a perder la hegemonía mundial que ostentaba desde hace cinco siglos. La conciencia de pérdida de la primacía tecnológica es el indicador más claro de este estado depresivo que bien podría desembocar en violencia. No se trata de hacer una loa del régimen chino, del que, por lo demás, sabemos poco, ni de minimizar el alcance de sus objetivos sino de no entrar en pánico, un estado desaconsejable que siempre viene precedido del relato de historias fantasiosas del despiadado Ming, el enemigo de Flash Gordon. Hagamos lo que sugirió el ignaro vendedor de ordenadores: dialoguemos con la máquina.