Esta mañana, un dron sobrevolaba la exigua manifestación del primero de mayo en la capital de esta remota provincia subpirenaica. Si el avioncico contabilizaba los participantes con fines policiales o periodísticos, su función era un derroche tecnológico porque se podían contar a ojo y sin más recurso que los dedos de las manos. Si, por el contrario, era el anuncio de lo que serán en el futuro estas manifestaciones, su presencia en el cielo de esta mañana primaveral fue ignorada porque nadie hace caso de las profecías y nadie ha hecho caso del ronroneo sobre nuestras cabezas. En ese momento, la imaginación del manifestante hace una elipsis y se ve rodeado de robots de toda clase, tipo y función, descascarillados y renqueantes, que amenazan con un duro conflicto si la patronal se no aviene a aumentar los salarios. ¿Tiene lógica?
Los robots no han acudido esta mañana a la manifestación pero sí comparten con los manifestantes la jornada laboral y el espacio productivo. Unos y otros trabajan codo con codo y en casos que cada día serán menos infrecuentes los primeros sustituyen a los segundos. No solo realizan los trabajos más elementales sino que cumplen con mayor precisión las funciones de los capataces de obra y directores de personal: miden la productividad y la eficiencia de los operarios humanos, calculan la rentabilidad de la organización y afinan los procedimientos, y, en último extremo, vigilan la idoneidad del operario no solo por sus competencias y habilidades para el oficio sino por sus actitudes extra profesionales. La digitalización erosiona y tiende a eliminar cualquier forma de intermediación, que es la función propia de lo humano en sociedad, para concentrarse en la cadena de valor de las cosas. Los cálculos del gran capital no se centran en este momento en la relación entre la productividad del operario humano y su salario, sino en la relación entre aquel y la funcionalidad de un robot que pueda sustituirlo, porque ahí reside la fuente de sus beneficios.
Desde hace décadas, el movimiento de los trabajadores ha ido perdiendo, año tras año, la representación que ostentaba de la mayoría de la sociedad y su carácter de sujeto político determinante. Este largo declive ha estado provocado por una combinación de beneficios reales y trampantojos de la globalización, entre los que no es el menor la revolución tecnológica: una realidad a la que es difícil oponerse sin perder la razón. En consecuencia, la manifestación del primero de mayo lleva tiempo convertida en una romería vecinal con muchos viejitos y algunas familias jóvenes que acuden con sus hijos portando banderolas sindicales. Este año las y los políticos de izquierda se han dejado ver. La tradición, por más desvencijada que esté, alberga algún signo de esperanza: los participantes avanzan mirando al frente y no ensimismados en sus móviles, que no sacan del bolsillo hasta que se ha disipado la última nota de La Internacional.