Apuntes para otro ensayo sobre la España mágica

Todo lo importante en la historia del país –ya sea un golpe de estado, el amaño de un partido de la liga de fútbol o la formación de un cártel de contratistas de obra pública- se inicia en una marisquería. El asunto que nos ocupa se trató en uno de estos establecimientos hosteleros en el que se reúnen cada cierto tiempo algunos prohombres voxianos entre los que se cuentan el jefe de la partida, don Abascal, y su consejero áulico, don Sánchez-Dragó. Aquel día el jefe trajo a la conversación la necesidad de encontrar a un donfigura del régimen del 78 que sirviera de mascarón de proa para una moción de censura que saque a don Sánchez de la poltrona a la que parece estar atornillado.

La idea es brillante y el trabajo habría de ser muy sencillo y sin compromiso, explicó el jefe: el tipo sube a la tribuna del congreso, dice lo que pensamos todos de don Sánchez  pero con la autoridad de un cardenal de la santa transición y, si al pepé le da un siroco y los socios que apoyan al felón tienen un día tonto como el de la ley mordaza, con suerte el tipo termina la jornada investido de presidente del gobierno. Luego, convoca elecciones, que ganamos los que estamos sentados a esta mesa, y, hala, ancha es Castilla.

En las marisquerías de Madrid nadie se extraña de que en la mesa de al lado se esté urdiendo el futuro del país y así fue en este caso. Tras la exposición del jefe, los comensales dejaron caer algunos nombres que se le ocurren a cualquiera para esta misión de alto patriotismo  –don Felipe González, doña Rosa Díez, don Joaquín Leguina- que, sin embargo, no parecían proclives a la encomienda, hasta que don Sánchez-Dragó sugirió: ¿por qué no se lo proponéis a Tamames? Y así empezó esta historia.

Los dos viejales, don Tamames y don Sánchez-Dragó se conocen de antiguo y obviamente se tienen tomadas las hechuras de sus respectivas vanidades y de su recíproco gusto por estar en el candelero. Ambos pertenecen a los angry young men de la universidad madrileña que a mediados del siglo pasado alborotaron el patio durante unas semanas y fueron reclutados para el partido comunista por Federico Sánchez, un dandi de la clandestinidad que terminó siendo ministro de Felipe González con su nombre de pila, Jorge Semprún. Estas aventuras de juventud garantizaron a los participantes un buen puesto en la parrilla de salida del régimen democrático que llegaría veinte años después.

Para que lo entiendan los jóvenes, que con esto de la memoria histórica propagan una imagen del franquismo en términos truculentos, cuando murió Franco no quedaba ni un franquista censado, incluido el mismísimo secretario del partido único, don Adolfo Suárez. La transición había empezado mucho antes. A partir de los años cincuenta en que la dictadura ya había conseguido ahormar el país y por las carreteras rodaban los seiscientos, los vástagos de las clases medias aspiracionales empezaron a fungir de demócratas, y como el comunista era el partido más notorio de la oposición, y en realidad el único sobre el terreno, ingresaron en sus filas. La represión continuaba, desde luego, pero sus efectos más duros caían implacablemente sobre los trabajadores porque eran el soporte material del aparato productivo y el régimen no podía consentir que levantaran la cabeza.

El repetitivo recuerdo, estos días, del pasado comunista de don Tamames tiende a ocultar el hecho de que había innumerables como él en profesiones liberales y académicas, en el funcionariado y en el mundo de la cultura, si hemos de juzgar por los que aparecieron empuñando el carné del partido cuando se levantó el velo de la clandestinidad, y, en todo caso, su afiliación tenía poco que ver con la del obrero de la Perkins-Hispania, donde trabajaba don Marcelino Camacho. Un vídeo rescatado estos días ilustra sobre la distancia abismal existente entre el comunista de arriba y el comunista de abajo. Don Tamames en estado puro.

También don Sánchez-Dragó, otro comunista voxiano, hizo una entrada rutilante en la recién llegada democracia con la publicación (1978, el año de la constitución) de un libro titulado Gargoris y Habidis, presentado como una historia mágica de España. Justamente lo que el país necesitaba entonces, magia y prestidigitación. Un libraco en tres tomos cuyo contenido es una menestra de tópicos, leyendas, delirios esotéricos y zarandajas folclóricas, sazonada con salsa joseantoniana, que resultó un éxito editorial sin precedentes: trescientos mil ejemplares vendidos. La biografía misma del autor de Gárgoris y Habidis invita a sumergir la razón en el pozal de la fantasía.

En el pavoroso silencio de la inmediata postguerra, el futuro escritor vivía en la creencia de  que su padre ausente había sido asesinado por los rojos y tuvo que llegar a la juventud para saber, en las condiciones más insólitas imaginables, que en realidad había sido paseado por los falangistas en Burgos. Así de claro lo oyó de labios del famoso comisario Conesa, de la policía política, mientras recibía de sus esbirros una mano de hostias cuando estaba detenido en la dirección general de seguridad, hoy sede del gobierno de la comunidad de Madrid. Este nudo de la memoria convirtió a don Sánchez-Dragó en un exhibicionista y un apóstol de la fantasía cuyo último fruto ha sido impulsar la moción de censura voxiana para… ¿para qué?, ¿para burlar al tiempo?, ¿para engatusar a un país que ya no les conoce?, ¿para alimentar un narcisismo insaciable?, ¿para destruir una democracia que solo aceptaron por las prebendas que trajo aparejadas? El próximo martes Gárgoris y Habidis subirán a la tribuna del congreso para contarnos otro cuento.