Del repositorio inabarcable del lenguaje brotan cada día palabras de significado incierto e inquietante, nuevos campos semánticos de los que ignoramos su onda gravitatoria y su deriva orbital. Mediador, ferrovial, tamames, son los especímenes abisales llegados en los últimos días a la superficie del habla. Las usamos, las manoseamos, intentamos ponderan su peso y textura  para cerciorarnos de su peligro potencial y buscarles acomodo en nuestro ecosistema cognitivo.

Mediador parece significar un parásito feo y obeso en calzoncillos del que no se sabe cuántos huevos ha puesto en el sistema circulatorio; ferrovial es el patrimonio que nos han birlado los orangistas holandeses mientras nos esforzamos en conservar las plazas de toros, y tamames, un narcisista senil ataviado con vivos colorines y empeñado en que los españoles, así, a lo grande, escuchen lo que tiene que decir. Si el país fuera un parque temático, nadie podría negar su atractivo y su capacidad para tener embelesados a niños y mayores mientras se toman una cervecita en las terrazas de doña Ayuso. Desgraciadamente, estos neologismos, como el muñeco Chucky, traen una carga ominosa que nos mantiene desvelados.

Palabras que operan como las contraseñas a que nos obliga internet cuando queremos acceder a alguno de sus dominios, en los que no sabemos qué nos espera: un mundo desconocido, inhóspito y ajeno al que sin embargo habremos de acostumbrarnos para seguir viviendo. Incluso, habremos de recordar la contraseña si queremos hacernos con los mandos del artilugio. Nadie puede dirigir el país -o la barraca de feria, si prefieren- sin tener un conocimiento cabal del significado de palabras como mediador, ferrovial o tamames, ni del alcance de su campo semántico. Entretanto, intentemos establecer una taxonomía tentativa de las nuevas palabras.

Entre las tres dibujan el esbozo de una sociedad débil, inconexa y desnortada. Es imposible sentirse complacido con tu país cuando este no puede eliminar las garrapatas instaladas en el flujo de los fondos públicos, sus elites económicas lo abandonan como un ladrón que deja la casa desvalijada y los partidos de la oposición no tienen mejor ocurrencia que presentar la candidatura de una momia a la presidencia del gobierno. La conversación pública tiene lugar en una casa deshabitada, en cuyas estancias y pasillos quedan los ecos y las pestilencias del pasado. Los que fueron partidos emergentes, constituidos por la generación mejor formada de la historia, según sus impulsores, han desaparecido o están en fase de deconstrucción/reconstrucción, y lo que queda en escena son los titubeantes andamiajes del añoso bipartidismo con sus taras habituales. La ampliación de los derechos civiles a las minorías y las mejoras económicas para los trabajadores, que constituyen el patrimonio conseguido por gobierno actual en esta legislatura, quedan en nada ante el ruido estentóreo del viejo mundo que se resiste a morir.