La corrupción española tiene marcas distintivas. La de derechas se representa a plena luz del día por un tipo arrogante y complacido –don Blesa, el Emérito– que empuña un fusil y se exhibe con una pieza de caza mayor a sus pies. Las imágenes de la corrupción de izquierdas son menesterosas y tenebristas; el escenario es una habitación anodina donde aparecen unos tipos feos y obesos en calzoncillos que sonríen después de haberse zampado una ración de langostinos y a los que acompañan mujeres de aire ausente envueltas en toallas como si acabaran de salir de la ducha. La corrupción es unánime; los estilos, diferentes.
Ahora vuelve la corrupción en calzoncillos. Los dramatis personae, el argumento y los diálogos son repetidos y bien conocidos: 1) empresarios en busca de oportunidades fáciles, 2) políticos encantados de servir al país y dispuestos a engrosar sus emolumentos con algunas dádivas, 3) mediadores y conseguidores entrambos, y 4) un guardia civil con tricornio para darle respetabilidad a la escena. Los diálogos entre ellos son rastreros, porfiados, groseros, de puticlub de carretera, y todo el conjunto produce el efecto de un reflujo intestinal, ácido y nauseabundo.
Es cierto que este patrón de corruptelas es universal y opera también en las tramas de derechas pero por alguna razón, en esta banda, los corruptos no aparecen en ropa interior sino con apresto impecable, cara de mármol y pujos de víctima. Véase a la regidora marbellí doña Muñoz o al ex preboste don Camps, dos casos de actualidad. En cambio, a los corruptos del pesoe siempre los podemos ver en imagen como ratas que acaban de zamparse el queso, sorprendidas por la luz de una linterna que cae sobre ellas. Los primeros son materia para el ¡Hola!; los segundos, para El Caso.
El efecto sobre sus respectivos públicos también es muy distinto. La derecha asiste a la corrupción de los suyos con indiferencia porque el coste reputacional es mínimo y el efecto en las urnas, nulo, que se lo pregunten a don Feijóo y a su amiguete el narco. Para la izquierda es una catástrofe porque confunde y desmoviliza a sus partidarios. El votante de izquierda necesita creer que sus representantes no son corruptos. Al de derecha le da igual siempre que su acción política sea la que de ellos se espera; si esto comporta que el político de turno se lleve una pastita a la butxaca, qué le vamos a hacer, es ley de vida. Tenemos dos ejemplos recientes de esta mecánica de los fluidos electorales. En Andalucía ganó por mayoría absoluta el conservador don Bonilla, no por sus méritos, ni siquiera porque los socialistas llevaran cuarenta años en la poltrona y era hora de cambiar de piloto, sino por una vía de agua en los fondos públicos, menor pero sostenida en el tiempo, que convenció a la mayoría de izquierdas que era mejor un gobierno de derechas que soportar esta ignominia. También en este caso hubo atrezo de langostinos, putas y rayitas de polvo blanco.
El segundo ejemplo lo representa la rozagante doña Ayuso en Madrid, la capital del país de la eterna corrupción, que hizo lapidar al presidente de su partido, don Casado, cuando este la acusó de corrupción y tiene un hermano envuelto en asuntos de comisiones sin que esta circunstancia merme lo más mínimo la adhesión de los suyos, por ahora de mayoría absoluta. Incluso el estilo para entrar en el furgón policial es distinto en la derecha que en la izquierda. Los rato, bárcenas y compañía ingresan tras las rejas con la cabeza alta y el gesto desafiante y, cuando salen del trullo, parece que hubieran estado de vacaciones. En la izquierda, los griñanes muestran una expresión aflictiva y suplicante, lo que delata poco cuajo.
La corrupción es consustancial al estado español desde que se pusieron los cimientos de la monarquía constitucional o parlamentaria, allá por los años setenta del siglo XIX, como ilustra el hispanista Paul Preston (Un pueblo traicionado, ed. Debate), y no desapareció ni en los excepcionales y cortos periodos republicanos, así que ningún partido del régimen del 78 ni del que venga después podrá hacer gran cosa para remediar esta tara de fábrica. Pero podríamos pedir a los corruptos que se pusieran los pantalones para salir en la foto y saltar a la fama.