A la memoria de Carlos Polite, buen amigo y grandísimo aficionado a la tauromaquia.
Dilema existencial en la remota ciudad subpirenaica. El ex alcalde y postulante a volver al cargo don Asirón medita en voz alta sobre el futuro de las fiestas patronales, los famosísimos y megagalácticos sanfermines. El ocio del siglo XXI no se puede basar en el sufrimiento de los animales, suspira el candidato no sin razón porque el sufrimiento animal era invisible cuando el sufrimiento humano era dominante y las fiestas patronales y taurinas eran su aliviadero. Matabas toros porque también te podían matar a ti, no los toros, que son inofensivos fuera de la plaza, sino tus congéneres humanos. La historia de la ciudad cuenta lo apacibles que fueron los sanfermines de 1936, unos días antes de que empezara la gran matanza que llevó al desolladero a más de tres mil personas a manos de sus convecinos sin distinción de si eran o no aficionados a la tauromaquia.
Ahora estamos a otras. Hay fiestas incruentas todos los fines de semana y la sanidad pública proporciona analgésicos gratis, así que la compasión humana se dirige a los seres vivos más próximos con los que queremos compartir nuestro bienestar. Pero, al echar una mirada alrededor, descubrimos que no todos esos seres adorables son mascotas. La polémica que acompaña a la ley de bienestar animal lo demuestra. Los toros de lidia están excluidos de la protección de la norma porque el espectáculo de su sangre derramada es patrimonio cultural, o algo así. Pero, diga lo que diga la ley, la mirada de la época se dirige al toro torturado y exhausto que inmortalizó la fotografía de Ramón Masats.
Los vecinos más añosos de la ciudad hemos tenido ocasión de vivir las mutaciones de los sanfermines en el último medio siglo, en el que lo único inmutable era el encierro y la corrida. Cuando estos testigos eran niños y adolescentes aún era una fiesta aldeana de la cosecha, con una feria de ganado caballar, ricos y pobres perfectamente discernibles en la plaza de toros y mozos rústicos que se cubrían con sombreros de paja característicos de los segadores y llevaban una bota de vino al costado. La transición la trajo la Transición con un suceso luctuoso y criminal: el asalto de la policía a la plaza de toros después de la corrida, el redondel lleno de mozos y un joven muerto bajo sus balas.
Aquel acontecimiento tuvo un efecto que aún dura, una masiva adhesión a la fiesta que se manifestó en la uniformación en blanco y rojo de todo el vecindario, una forma de luto inverso y una muestra de unanimidad gregaria comparable al comportamiento de los ñus en la llanura del Serengueti o de las mariposas monarca en Norteamérica. Esta mutación cromática fue posible porque ya había lavadoras en los hogares y el diseño textil convertía las sandalias de tacón de aguja y los polos lacoste en indumentaria festiva. Al mismo tiempo, la televisión convirtió los encierros en un espectáculo global al que acudían jóvenes neozelandeses y australianos en año sabático para dejarse cornear de buena mañana en la calle Estafeta.
La burbuja lúdica estalló, como las demás burbujas, con el coronavirus. Cuando se disipó la niebla de la pandemia, el alcalde vigente, don Maya, soñó con celebrarlo con unas fiestas grandiosas, en las que el programa habitual vendría precedido por un gran concierto de rock, los Rolling Stones, por ejemplo, pero descubrió no sin estupor que estas bandas de relumbrón no quieren participar en un jolgorio en el que se maltrata a los animales. Por contra, el penoso debate que presidió los últimos sanfermines fue a cuenta de la ubicación callejera de los abrevaderos municipales de alcohol, como si la fiesta se hubiera reducido a un cuadro de borrachos. No queremos sanfermines todo el año, protestan los vecinos. El alcalde don Maya, desolado, se ha cortado la coleta y no se presentará a la reelección, y quien aspira a sustituirle en la poltrona con más probabilidades de alcanzarla, don Asirón, ha empezado a tomarle el pulso a la nueva época dominada por animalistas y veganos, sin tabaco, sin alcohol, sin toros.