Una ocurrencia quién sabe si salutífera como un enema es empezar el año viendo una película irritante. Los irritantes constituyen una categoría de cineastas de rasgos muy específicos: están encantados de haberse conocido, desprecian la inteligencia de los espectadores en el caso de que la tengan en cuenta y creen que están inventando el cine. Sus obras producen un fastidioso efecto en los cinéfilos, renuentes a reconocer que les han tomado el pelo después de haber pagado la entrada o, lo que es más grave, haber dedicado el precioso tiempo de su vida a contemplar ese coñazo, de modo que suelen adobar sus comentarios críticos con una retórica tan vacía como la película que han visto. La cofradía de los irritantes está presidida con carácter vitalicio por Jean-Luc Godard pero cada año incorpora miembros nuevos, pocos pero selectos, y en los barrocos sillones de esta academia de raritos podemos ver a Peter Greenaway, Lars von Trier, Alain Resnais, por citar algunos de memoria, a los que se ha sumado el catalán Albert Serra.

Su última película, con la que este espectador ha iniciado el año después de la sobremesa televisiva de la nochevieja, ya amenaza en el título: Pacifiction.  Pero si el palabro no fuera lo bastante disuasorio, el primer plano de la película informa al espectador sobre el mundo en el que ha entrado. La cámara traza una morosa panorámica de un puerto de carga al atardecer. De inmediato, el instinto le dice al cinéfilo que la duración del plano es arbitraria y carece de entidad para ser la introducción de lo que viene luego; es decir, es el primer plano y podía haber sido el último o simplemente haber desaparecido del metraje final, un metraje interminable de casi tres horas, que podrían haber sido siete o diez o una semana entera si la financiación del proyecto hubiera sido más generosa. Serra alardea de autoría e independencia pero los primeros minutos dedicados a los créditos son el desfile de una ristra de instituciones públicas patrocinadoras de la película, sintomática de lo que llamaríamos el europeísmo cultural. A la vista de tan ilustres patrocinadores –instituciones y administraciones regionales, francesas y españolas-, quizá no sea casualidad que la historia que se cuenta -si es que hay historia- se desarrolle en un dominio francés de la Polinesia y el protagonista sea un funcionario. Atención, ninguna semejanza con las historias de Graham Greene, digamos.

La panorámica inicial del puerto marca el estilismo del relato: una sucesión de planos muy pictóricos, hilvanados por la presencia del mencionado protagonista, que va de un lado a otro sin rumbo ni propósito, escenas pomposas despojadas de cualquier dramatismo o comicidad, diálogos banales y elusivos, figuras decorativas y recurrentes. El espectador se siente como si recorriera las salas de un polvoriento museo de pintura francesa dieciochesca, época que, a juzgar por su filmografía, atrae a Serra. La película sirve al lucimiento del actor Benoît Magimel, que compone un personaje sobrado y monótono, y es un desperdicio de talento de Sergi López, que aparece en los primeros puestos del reparto y apenas presta su cara uno o dos minutos troceados en fragmentos mudos de unos pocos segundos.

No hay que confundir una película mala o fallida con una película irritante. La primera es detectable por el público y la crítica y, bien que mal, reconocida por su autor. La segunda está envuelta en una aureola fabricada en algún festival de relumbrón –Cannes, en este caso– y recorre un circuito de salas de cine vacías para terminar a las pocas semanas en el apretado inventario de alguna plataforma digital donde es requerida por un jubilado que no sabe qué hacer con el poco tiempo que le queda.