¿Qué es más importante, la crisis climática o el fútbol? Háganse la pregunta de una manera más concreta: ¿qué es más importante, la lesión de Benzemá que le impedirá participar en la contienda de Catar o que la temperatura del planeta suba dos grados en la próxima década? El dilema tiene una respuesta obvia. Los dos términos de la disyuntiva son simultáneos en el tiempo pero compárense el relumbrón y magnetismo de cada uno: cumbre del clima y mundial de fútbol. El primero trae a mientes un secarral con matojos espinosos sobrevolado por buitres y el segundo, un parque temático de la adrenalina, con estadios rutilantes como catedrales y hoteles como palacios, fiestas que no paga nadie y millones de personas colgadas del televisor sin más preocupación que satisfacer sus emociones. Vamos todos tan sobrados que hasta el seleccionador español, que no ganará el trofeo, ha aprovechado para ejercitarse como influencer en las redes. Los beduinos que han organizado el tinglado viven en un desierto y saben lo que quieren los humanos porque ellos pertenecen a la misma especie aunque vistan rarito. Así que, aguafiestas, abstenerse.
El encuentro en Catar ha provocado algún sarpullido a cuenta de los derechos humanos y todo eso. La cuestión es paradójica: advertir que el anfitrión no los respeta suena a hipocresía; eludir el hecho evidente es cinismo. Una contradicción entre interés e ideal típica de la moral capitalista occidental. ¿No les compramos gas y petróleo? Pues en justa reciprocidad ellos nos compran entretenimiento, y a buen precio. Lo más interesante en este caso no es la moral abstracta, que se deja en la percha de entrada cuando se ha de firmar el contrato, sino cómo funciona el mercado del fútbol y cómo han llegado las partes contratantes a sentarse a la mesa del acuerdo.
La fifa, la institución organizadora de esta quermés del pelotón, nació en 1904 en Suiza, época y lugar pródigos en la aparición de organizaciones internacionalistas y neutralistas, para acoger a las asociaciones deportivas dedicadas al fútbol. En la actualidad, agrupa a más países que la onu. Durante setenta años atravesados por dos guerra mundiales, el fútbol, un invento europeo, fue un deporte parroquial cuya mayor proyección no salía del ámbito doméstico en las ligas nacionales. Pero era un espectáculo capaz de concitar la adhesión de amplias capas de la población sin distinción de clases donde estaba afincada, por entonces en Europa y Latinoamérica. Un deporte abierto, sencillo y popular que hacía del fútbol una mina inagotable, tanto para reclutar jugadores como para llenar estadios. En los años setenta, en los albores de la globalización, los mandamases de la fifa advirtieron que tenían entre manos un negocio colosal y ningún capital para activarlo.
El tipo que hizo el descubrimiento fue Joao Havelange, que llamó a su lado a un maniobrero de campeonato, el suizo Sepp Blatter, y asoció la organización a cocacola, primero, y addidas después, empresas multinacionales en las que la marca es más importante que el producto. Ambas se beneficiarían de las dos fuentes de ingresos básicos del fútbol: la mercadotecnia de los equipamientos y los derechos de televisión. El fútbol dejaba de ser una constelación dispersa de clubes y ligas menores para convertirse en una galaxia, en la que las estrellas más luminosas se llamarían galácticos. Havelange tomó el mando en 1976 y en 1978 llevó el mundial a Argentina, donde los alaridos de la grada ahogaban los lamentos de los torturados en la escuela de mecánica de la armada. El modelo de negocio y el estándar moral del nuevo fútbol quedaban establecidos.
Un equipo de fútbol es en inicio un grupo de chavales, y ahora también chavalas, que dan patadas al balón en una campa de arrabal a los que, con suerte, un mecenas local provee de equipamiento y oportunidades para jugar con otros equipos en similar circunstancia. El equipo, si funciona, se convierte en un club y las reglas de competición exigen cierta infraestructura que es gestionada por directivos, los cuales ocupan cargos en organismos superiores del deporte si son lo bastante tenaces y avispados para hacerse una carrera en este ámbito. El ascenso en los últimos peldaños se realiza por dos vías complementarias: la cooptación de los que ya están arriba y la compra de votos en las elecciones corporativas.
Al final de este proceso, la cúpula de la galaxia está gobernada por un puñado de tipos que manejan ingentes cantidades de dinero opaco, se tratan de tú a tú con gobernantes y demagogos que necesitan del fútbol para limpiar su imagen y mantener entretenida a la plebe, y no responden de sus actos ante nadie. Vistos al natural, son una parodia del fútbol: obscenamente gordos y satisfechos (Michel Platini parece el hermano gemelo de Gerard Depardieu), no cesan de sonreír, intercambiar abrazos y palmadas en el hombro, entrar y salir de cuchipandas y mentir ante los micrófonos. A este conciliábulo dominado por prebostes de piel blanca, llegaron los representantes del sur global, y singularmente los árabes, donde ni siquiera tenían fútbol pero sí dinero para comprarlo.
En 2010, la fifa asignó de una tacada los mundiales de 2018 y 2022. El primero fue a Rusia, y otorgó a Putin el consiguiente marchamo de respetabilidad. Para el de 2022 había cinco candidatos y Catar era de largo el peor clasificado, según los informes técnicos encargados por la propia fifa, porque no tenía estadios, ni infraestructura hotelera y hacia un calor de mil demonios en junio. El competidor principal de esta ronda era Estados Unidos, que lo tenía todo, y el propio Bill Clinton se desplazó a Zúrich para asistir a la elección y disfrutar del triunfo. Hay que ver la cara del expresidente cuando del sobre salió la tarjeta con el nombre de Catar. De resultas, Washington se propuso que pagaran la afrenta recibida y emplumó a la cúpula de la fifa por corrupción y crimen organizado, a la vez que dentro de casa se decidió echar al sempiterno Blatter, que si bien volvió a ganar la elección sobre su oponente catarí Alí ben Hussein, tuvo que dimitir al fin y quedó al mando, elegido por el mismo chalaneo colegiado, Gianni Infantino, una anguila de la vieja guardia, paisano de Blatter y casi su convecino porque son de dos pueblos distantes diez kilómetros entre sí. Infantino ha amonestado a los occidentales por racistas al comienzo del campeonato, que se celebra sobre los huesos de varios millares de trabajadores muertos en la acelerada construcción de las infraestructuras deportivas en un país que no tenía ninguna.
Toso esta muy bien dicho y contado. Solo nos falta Forges para caraturizar «en funbon».