El título de este comentario es el de una película de 1959, un péplum de coproducción hispano-italiana, codirigido por Sergio Leone con guión de Sergio Corbucci, en el que Steve Reeves, el bisabuelo de los musculados actores actuales era el prota y el español Fernando Rey, el malo. Todos estos datos los debe el viejo a una oportuna consulta a google porque el único recuerdo que conserva de cuando vio la peli con once o doce años es un plano que duraría unos segundos en el que un pompeyano intenta desesperadamente arramblar con unas monedas de oro que ruedan por el adoquinado de la calle mientras sobre su cabeza cae ceniza y fuego. Esta imagen le ha venido a mientes al viejo al leer, una vez más, sobre los parvos resultados de la cumbre mundial por el clima celebrada en El Cairo. En la capital egipcia se han reunido un montón de pompeyanos que quisieran escapar de la furia de la tierra mientras cuentan los doblones de la bolsa.
El fracaso o la inanidad de estas cumbres (ya van veintisiete) es un tópico que tiene que ver con la alta estima que la especie humana tiene de sí misma, debido a la ampulosidad de su lenguaje, el cual lleva a creer que la mera denominación de un problema es la puerta para resolverlo, cuando ni siquiera estamos seguros de que los términos cambio climático o calentamiento global no sean una fantasmagoría, y, aun aceptando la evidencia empírica de los síntomas, ¿cómo hacemos para sintetizarlos en un teorema y darle una solución unívoca? Simplemente, nadie puede pensar en una catástrofe planetaria porque nuestro cerebro no está preparado para ello, y El Cairo es el lugar más apropiado para saberlo.
¿No fue en Egipto, acaso, donde hubieron de caer diez plagas para que dejaran marchar al pueblo hebreo y, a pesar de todo, el faraón reaccionó contra la decisión tomada y hubo que sepultar a su ejército bajo las aguas del mar Rojo? Aquello sí que fue cambio climático y si los antiguos egipcios fueron tan cerriles a sabiendas de que vivían en un mundo gobernado por la providencia, imagínense cómo seremos de obtusos nosotros que alardeamos de guiarnos por el pensamiento científico. Ahora mismo, en Europa estamos quemando carbón a mansalva para suplir la carencia de gas en hogares y fábricas y nos hemos engañado a nosotros mismos introduciendo la energía atómica en la lista de energías verdes. La decisión se ha tomado en la hipotética amenaza de que la energía atómica nos caiga encima en forma de bombas que no sabremos de dónde vienen, como le ocurrió al faraón con las plagas y a nosotros hoy mismo con el famoso misil caído sobre Polonia.
El clima también es parte de la lucha de clases. Inundaciones y sequías destruyen la base material de sociedades en las regiones del sur, provocan hambrunas y migraciones, y las sociedades del norte se parapetan en sus fortalezas ante las corrientes humanas que amenazan su bienestar. En El Cairo se han reunido los que todavía tienen agua clara al abrir el grifo y los que han de andar jornadas enteras para encontrar un charco de agua sucia. Unos huyen de la erupción vesubiana; otros cuentan las monedas. Y en este escenario adolescentes grillados empuercan los cuadros de los museos para avisar sobre el fin del mundo.