Allá por los remotos y fervientes setenta, este escribidor participaba en una discusión de bar sobre cómo hacer la revolución y un contertulio de cara carnosa y barba profusa que le hacían parecer la vivita imagen de Mijaíl Bakunin tuvo una idea genial: ocupar las calles y levantar barricadas con las obras del Museo del Prado. La policía y el ejército no se atreverían a disparar contra Las Meninas y la reacción quedaría paralizada. El fantástico plan debía tener más fases pero el arranque resultaba irresistible, además de muy ingenioso. Aquel bakunin parecía ignorar que si existen La maja desnuda y el Caballero de la mano en el pecho es porque los dueños del cotarro habían pagado al artista para que los pintara y si para salvar la caja de caudales de la que salió ese dinero había que destruir la obra, pues vale, ya habrá otros artistas dispuestos a ofrecer su arte a los plutócratas del mundo, que aman la belleza pero más al dinero que les permite comprarla, como nos ilustran cada día en las subastas en Sotheby’s.
Cincuenta años después de aquella discusión de altos vuelos, cuando de aquel bakunin no queda más que un funcionario jubilado del ministerio de trabajo, a sus nietos se les ha ocurrido una idea aproximada: salvar el planeta engorrinando obras de arte colgadas en diversos museos del mundo. El mensaje, algo críptico, parece decir: el arte también desaparecerá cuando se licuen los polos. La verdad, cuesta creer que en esa tesitura y con el agua al cuello alguien piense en la salud de Los girasoles. El primer efecto de estas acciones de protesta es fastidiar el día al turista low cost que no tendrá otra oportunidad de ver la obra atacada y, en consecuencia, el relato a sus amistades no versará sobre el impacto causado por la belleza de la pintura sino por el malestar provocado por lo que quizá defina como el gamberrismo ecologista, y de este modo el síndrome de Stendhal se convierte en el síndrome de Trump. Luego viene una laboriosa tarea de restauración del cuadro dañado y más seguridad en el museo. Y eso es todo. En el famoso dilema del picasso y el gato, ¿a quién salvarías del incendio?, los activistas se han decidido por el gato pero, como no hay incendio, al menos no en el museo, han pegado fuego al picasso y es discutible que el gato se haya salvado.
En la descomunal batalla contra el cambio climático hay un equívoco en el objetivo. Se habla de salvar el planeta pero este sobrevivirá a la especie humana, que es la que está en peligro. La mala noticia es que no hay ejemplos en la naturaleza en que un individuo cargue sobre sus espaldas el destino de la especie. Las agresiones a obras de arte son debates, por llamarlo así, entre muy pocas personas, todas privadas -los activistas, los visitantes frustrados, los conservadores del museo, los agentes de seguros, los polis intervinientes y un juez, que tiene la última palabra-, sin más trascendencia que un breve chisporroteo noticioso. Eso sin contar que hay obras en los museos que merecen ser quemadas por sus propios méritos, sin necesidad de pretextar que es para salvar la Amazonía.