Las plataformas digitales proveen al viejo desocupado de una nueva rutina porque a última hora de la tarde o después de la cena puede elegir un material audiovisual –ya sea documental o ficción- que repare, sublime, interprete o reinvente la torrentera de actualidad que le han suministrado los informativos durante el día. Esta mezcla de realidad y ficción se aviene bien con el funcionamiento cerebral del viejo, que no siempre discierne una de otra. Ayer, zarandeado por los innumerables pronósticos y análisis que han seguido a las elecciones en Italia, el viejo eligió para la liturgia nocturna Silvio (y los otros), la peli de Paolo Sorrentino (2018) que ofrece una visión tétrica de Berlusconi y el berlusconismo.
El viejo no es fan de la obra de Sorrentino, del que aprecia la suntuosidad de su puesta en escena, pero en la que ve una versión hueca del cine del maestro Fellini. Sí, ahí está la crítica social y política, pero el marco material de la acción es tan deslumbrante y apetecible, y los personajes tan caricaturescos, que el ánimo del espectador se inclina a creer que no estuvo tan mal lo que hizo Silvio y lo que disfrutó haciéndolo. En último extremo, la Italia de Sorrentino es un paisaje poblado de fantasmas más atrayentes que repulsivos. Pero este comentario no quiere ser una crítica de cine.
Silvio Berlusconi representa mejor que nadie en Europa el vertiginoso giro de guión que registró la política en los noventa, caracterizado por la fusión de instituciones y negocios, un tosco conservadurismo y un exhibicionismo zafio e impune de las nuevas élites rampantes, que, con ayuda de un poderoso aparato mediático a su servicio, tenían encandiladas a las masas. Populismo en estado puro. En España, a nuestra modesta medida, tuvimos algunos berlusconis menores: Mario Conde, Jesús Gil y Gil y Ruiz Mateos, entre otros. En aquellos años, el sistema político italiano surgido de la segunda guerra mundial estaba quebrado por una corrupción incontrolada de la que el socialista Bettino Craxi era el máximo exponente. Un puñado de jueces hicieron frente a la situación y, bajo el lema manos limpias, parecía que fueran a reformar el sistema e instaurar la decencia perdida.
Pero, cuando Mani pulite se presentó a las elecciones, este propósito regenerador debió parecer demasiado aburrido al buen pueblo italiano, que votó a un empresario, antiguo cantante de cruceros, propietario de canales de televisión y equipos de fútbol y fundador de un partido político clientelar con nombre de alarido en la grada: Forza Italia. Con estos recursos y una notable habilidad para el mangoneo, Il Cavaliere o el Caimán, como se prefiera pues por los dos motes es conocido, fue presidente del gobierno durante un total de diez años en cuatro ocasiones entre 1994 y 2011 y, sobre todo, marcó una época y un estilo que, si bien en decadencia, aún parece conservar cierta vitalidad, como se vio en las urnas el pasado domingo. A la corrupción habitual, Berlusconi añadió maneras de emperador de la antigua Roma e hizo de su munificente residencia oficial en Cerdeña -como Tiberio en Capri- una suerte de prostíbulo atendido por jóvenes aspirantes a modelo o a actriz, algunas menores, donde hospedaba a otros dirigentes europeos, entre ellos, Vladimir Putin, amigo confeso de Silvio, que estuvo en esta residencia escoltado desde la bahía por el crucero de guerra Moksvá, hoy hundido en el mar Negro, O tempora, o mores.
Los chanchullos de corrupción y las denuncias de alguna de aquellas chicas menores llevaron a Berlusconi al banquillo, fue condenado a penas de cárcel, pero, como sabemos, eso no acabó con su carrera política. En las pasadas elecciones, Forza Italia obtuvo un ocho por ciento, no gran cosa pero imprescindible para apuntalar el gobierno de la neofascista Giorgia Meloni, con una importante encomienda de los poderes terrenales para que sea la vieja momia, con su gran experiencia de estado, quien embride los delirios de la nueva primera ministra y no se salga del guión atlantista y europeísta que mantiene el equilibrio continental. Y hasta aquí hemos llegado y en manos de Silvio estamos. Eso no se lo pudo imaginar Sorrentino cuando hizo la película.