Allá por la primera centuria del segundo milenio fueron las taifas; casi mil años después, cuando el país intentaba modernizarse sin mucho éxito, fue el cantonalismo de la primera república, y ahora, que ya somos modernos y europeos, son las comunidades autónomas. Los indígenas de por aquí tenemos un déficit congénito para entender la nación. Nuestra imaginación salta de la patria chica (ya sea la aldea, la provincia o el club de fútbol) al imperio. Este salto al vacío explica a Hernán Cortés y al prusés catalán, y en esas estamos cuando ha vuelto la guerra de taifas, esta vez en forma de dumping fiscal. Un festival obsceno y teñido de irresponsabilidad.

No hace tanto, digamos dos o tres décadas, que las comunidades autónomas no podían mover ni una peseta ni un euro de los presupuestos regionales en nombre de la unidad de mercado, un mantra que se recitaba con unción porque su invocación nos llevaría al paraíso. Una pavorosa crisis financiera y otras minucias sobrevenidas a continuación, como la pandemia o el retorno de la guerra a Europa, han modificado radicalmente esta unanimidad. En clave española, la constitución del 78 se deshilacha por donde solía históricamente: por arriba, la monarquía, y por abajo, la territorialidad, y en ambos casos por la pasta.

Vuelven los buenos tiempos de la política clientelar de toda la vida con la rebaja de impuestos como banderín de enganche de los nuestros. La derecha satisface la inagotable codicia de las clases adineradas en las comunidades donde gobierna (Madrid, Andalucía, Galicia y otras que vendrán por contagio) y la izquierda (Valencia) quiere aplacar el malestar de las clases bajas con una rebaja del impuesto de la renta cuyo efecto inmediato será un recorte de los servicios públicos. Qué carajo, rebajas fiscales para todos y a todo trapo, porque como se decía no hace tanto, Espanya ens roba, o en palabras del moderado líder del pepé, don Feijóo, el gobierno se está forrando.

En Madrid, donde un millón y medio de personas están en el rango de exclusión social por déficits en alimentación, salud y vivienda, doña Ayuso quiere conformar un parque temático del estado libertario (si ambos términos no son un oxímoron). Acumulación de negocios y de rentas y una administración pública declinante y al servicio de los intereses particulares, sin más cautela que reservar algunos chiringuitos para los gandules, sanchinchones y tonicantós que hay en toda familia numerosa.

A su turno, don Bonilla, que preside la comunidad más dependiente de las transferencias públicas del exterior (el 66% del presupuesto regional en Andalucía se financia con ingresos procedentes de la caja fiscal del Estado) imita a doña Ayuso con un doble objetivo: para frenar las pretensiones hegemónicas de Madrid y para descapitalizar Cataluña. La idea está bien traída, si deja sin ricos a Cataluña, donde está censado el  37% de los contribuyentes por patrimonio frente al 9% que tributan en Andalucía, los menestrales catalanes tendrán que emigrar al sur en busca de trabajo y de este modo este líder inconmensurable que es don Bonilla le habría dado la vuelta a la tortilla histórica.

Entretanto, los andaluces y madrileños que anden menguadicos de recursos y vean recortados los servicios médicos y costes disuasorios en sus hipotecas siempre podrán desahogarse apuntándose a las manifestaciones contra el separatismo catalán. Los gallegos, a su estilo, ni tanto ni tan calvo, deflactarán el impuesto de patrimonio pero solo el cincuenta por ciento, y ya veremos cómo vienen las cosas después. En resumen, hoy los ricos son más felices y los pobres, más tontos en un país donde las clases con ingresos más bajos han visto sus rentas reducidas en un 22% y las clases altas, aumentadas en un 18%. Y eso con una coalición  bolchevique-bolivariana en el gobierno.