Un diario digital publica una entrevista con la presidenta de la remota provincia subpirenaica. El hilo de preguntas y respuestas recorre un territorio mental consabido e insípido, que ahuyenta al paisano curioso. En cierto momento de la conversación, la presidenta enuncia un mantra: tomaremos determinadas medidas fiscales destinadas a proteger a la ‘clase media trabajadora’. Al entrevistador le llama la atención este último sintagma e insiste: ‘clase media trabajadora’ es una expresión que utiliza mucho Pedro Sánchez. Naturalmente, piensa el lector, porque es una de las muletillas del argumentario socialista, como ‘la guerra de Putin’ en otros contextos discursivos. Pero la presidenta se lanza a una explicación histórica: Es un concepto muy ligado al Partido Socialista durante toda su historia. ‘Clase media trabajadora’ prácticamente es el 95% de la población, concluye. El lector hasta entonces desganado se intriga y deja volar la imaginación.

El abultado porcentaje de ‘clase media trabajadora’ recuerda el primer artículo de la constitución republicana de 1931: España es una república democrática de trabajadores de toda clase. Esta introducción constitucional mataba de risa al periodista soviético Ilya Ehrenburg, que escribió al respecto un puñado de crónicas en clave sarcástica bajo el título España, república de trabajadores. Apenas cinco años más tarde (julio, 1936) se vio que Ehrenburg  tenía razón y los trabajadores, o no eran tantos como proclamaba la constitución o trabajaban en un sentido que no era el de la república.

El término trabajador, en la constitución republicana, era un sustantivo, una categoría cívica y en último extremo, un desiderátum. En el argumentario de don Sánchez es un adjetivo pegado al sustantivo principal, clase media, del que se ha apropiado el discurso de la derecha. Hay una razón histórica y económica para que sea así. Clase media significó durante mucho tiempo un estatus social frágil y pretencioso, desdeñado por las clases altas de los verdaderamente ricos y ociosos, que la llamaban menestralía, y rechazado por las clases asalariadas, obreros industriales y peones de la tierra, que la consideraban despectivamente pequeña burguesía. Hoy, sin embargo, la clase media es cool, como resumió el amigo Quirón en memorable ocasión: se compran una sudadera en Decathlon y ya se creen que son de clase media. Es en este trampantojo donde don Sánchez ha pegado la etiqueta adjetiva de trabajadora en el gigantesco globo que la derecha llama clase media.

No se necesita que nadie trabaje para confeccionar una sudadera, porque de eso se encargan los robots chinos, pero sí se necesita que la compren para hacer jogging el fin de semana y como sustitutivo del atavío para ir al country club, que también es de clase media, pero más caro. El capital, que antes arrancaba la plusvalía del trabajo, ahora arrebata directamente a través del consumo los ahorros acumulados por los trabajadores, que como ya son de clase media no se dan por aludidos. A los consumidores del gran comercio en perpetuas rebajas les parece bien que don Moreno Bonilla (que ganó las elecciones andaluzas por mayoría absoluta) elimine el impuesto al patrimonio porque en la clase media no nos gusta que el estado nos quite el dinero del bolsillo, y si además jodemos a los catalanes, mejor. La izquierda lo tiene crudo hasta que no reviente esa entelequia de la clase media que nos tiene comido el coco y sobre la que navega doña Ayuso como en una alfombra voladora.