Cuando se escriben estas líneas cuatro mil millones de individuos de la especie humana (más de la mitad de la población del planeta) tienen la mirada clavada en un ritual funerario reservado a unos pocos cientos de representantes universales de la clase ociosa y extractiva, entre los que podría rastrearse algún asesino y numerosos delincuentes fiscales, por decir lo menos. Imagínense a todos los vulnerables (como decimos ahora con una expresión remilgada y cursi) de la Tierra, que suelen protagonizar los anuncios de las oenegés, embelesados por el desfile mortuorio de un puñado de sombras negras alrededor de un catafalco engalanado con banderas de colorines. Es la tribu global y una enmienda a la totalidad del ideal de igualdad que pregonan los demócratas. Ahí están los pastores de la Pampa, los pescadores de tiburones del Índico, los mineros de Gales, la mariscadoras gallegas y los repartidores de glovo, y por ahí seguido hasta la última sílaba de la demagogia, absortos en el momento en que el alma de tía Lilibeth se libera de fanfarrias y banderas y de sus sombreritos emperifollados para elevarse al olvido. (Republicanos, abstenerse de dar la lata).

Tía Lilibeth representó en vida el imperio a mano armada, la férrea división de la sociedad en clases, la riqueza extractiva, la acumulación de propiedades en la familia, y la impasibilidad como expresión de desdén hacia lo que bullía bajo sus pies (lady Di no entendió lo de la impasibilidad y así le fue); en su casa gobernó una familia destartalada y deja un país en severa crisis territorial y social pero ha tenido el don de convertirse en un icono pop, el arte de los tiempos caóticos, y ser un mensaje susceptible de estamparse en una taza de té, en una camiseta de manga corta o en una chapita para la solapa. Una camiseta, una taza y una chapa reconocibles desde Papua-Nueva Guinea hasta la Patagonia. Es el tiempo de una inmortalidad fugaz, en el que la siempre breve existencia solo te da una oportunidad de estar ahí en el momento histórico. Más de la mitad de la humanidad no quiere que sus hijos le recuerden que no estuvo en el sepelio de tía Lilibeth, hasta nuestro rey emérito y achacoso, que vive como un proscrito, no ha querido perderse el momentum.

Unos pocos malotes han sido excluidos del honor de asistir al funeral cósmico, el más conspicuo de los cuales es el preboste ruso, don Putin. Otro icono pop, convertido en el villano universal de esta época, el cual se ha molestado, no sin razón, porque le han privado de la ocasión de rendir sus respetos a la reina difunta y dar su afligido pésame a la familia. Esperemos que el desaire no le lleve a lanzar una bomba atómica sobre Londres para lo que, según anunció hace unos meses, está preparado. Este indeseado percance serviría sin embargo para que las camisetas, tazas y chapas sobrevivientes a la radiación adquirieran precios astronómicos en ebay.