Ari ha empezado este curso la secundaria y le han obsequiado una pluma estilográfica que maneja con pericia, a pesar de que es la primera vez que usa este artefacto. Tiene buena caligrafía y gusto para la rotulación. Durante un rato, la amanuense ha remplazado a la tiktoker.  Escribes mejor que el rey de Inglaterra, le dice su abuelo, que tiene la misma edad que ese tipo de cara atribulada, peleado con el recado de escribir con el que ha de firmar los papeles que le hacen emperador de dos mil seiscientos millones de habitantes a lo ancho del planeta. Que un rey empiece su encomienda dejando para la historia la sentencia, no puedo soportar esta maldita cosa, referida a un tubito hueco que contiene tinta y termina en un pequeña pieza metálica de punta hendida, usada para escribir desde 1827, parece anunciar que disfrutaremos de un reinado breve y entretenido. Pero no tiene por qué ser así.

Los reyes no necesitan el cuerpo, solo la mano para saludar al pueblo sin tregua y un órgano muy concreto en los breves y contados momentos en que han de dejar preñada a la reina, menester este último del que está eximido el eximio Carlos. En algunas monarquías, ni siquiera se les exige estas sencillas funciones corporales, como se lee en el informe del misionero escocés David Brodie sobre los yahoos, dado a conocer por Jorge Luis Borges. Estos yahoos elegían a su rey entre los recién nacidos que mostraban cierto estigma, lo que quiera que signifique aquí esa palabra, y, luego, al entronizado le cortaban las manos y los pies y le quemaban los ojos para que el mundo no lo distraiga de la sabiduría (sic), y en caso de guerra, lo mostraban en el campo de batalla, (lo que sería en este caso el balcón del palacio de Buckingham) para enardecer a su gente y aterrorizar a los enemigos. Los británicos no son muy distintos a los yahoos. Así argumentaba el tal Brodie a la conclusión de su informe: los yahoos tienen instituciones, gozan de un rey, manejan un lenguaje articulado y saben que el alma sobrevive al cuerpo en la muerte. Representan, en suma, la cultura, como la representamos nosotros.

La monarquía es un armatoste complejo y muy resistente, que la hace invulnerable a  los modestos embates de la razón republicana, lo que significa que el rey puede perpetrar cuantas pifias quiera o pueda, desde derramar la tinta de la pluma hasta robar al fisco, sin que la institución se resienta. Este Carlos III tiene entre sus ancestros a un Carlos I que se enfrentó al parlamento y al que decapitaron durante la dictadura de Cromwell, pero la corona volvió de inmediato a las sienes de su sucesor, hasta ahora. La abuela Lilibeth se crió en el núcleo del armatoste y en el larguísimo aprendizaje forjó su famosa impasibilidad, virtud por la que será recordada, además de por sus creativos y emperifollados sombreros. Carlos muestra en sus primeras ceremonias oficiales la agitación de quien ha pasado muchas décadas en el congelador y necesita creerse que por fin está vivo. No necesita la impasibilidad de su madre porque esta es la virtud de la institución misma y de los poderosos intereses que la sostienen; él, entretanto, puede aprender a escribir con estilográfica o, por razones de seguridad, utilizar bolígrafo.