Película desbordada y desbordante, piedra Rosetta del pensamiento godardiano, ‘El libro de imágenes’ habla de la pobreza como último reducto de libertad, invita a dejar de volverle la espalda a Oriente y, como radical gesto revolucionario, transforma lo que podría parecer opaca e inexpugnable erudición en juego generoso que hace de cada espectador un hermeneuta. (Jordi Costa, crítico de cine).
Dudo que nadie medianamente lúcido adquiera, distribuya y estrene el último y verborreico onanismo mental del nonagenario Godard. Por lo tanto, es absurdo que hable de ella. Entre otras cosas porque me resulta imposible entender lo que pretende decir, algo que me ocurre con casi la totalidad de su cine. (Carlos Boyero, otro crítico de cine).
La primera chica de la que se enamoriscó el viejo se llamaba Tere y a él le pareció buena idea invitarla a ver Alphaville en el cineclub de los jesuitas. Dirigía la sesión Javier Escalada, líder intelectual de la juventud inquieta de aquella remota ciudad subpirenaica -entonces más remota y subpirenaica que ahora-, el cual ilustró al público sobre la naturaleza revolucionaria del film poniendo como ejemplo que el periódico que aparece en la película se llama Figaro-Pravda, una explosiva osadía retórica en aquellos fríos años de la guerra fría. Pero la revolución, ya fuera estética, política o amorosa, empezó a torcerse y perder fuelle apenas la sala quedó a oscuras. Al opaco galimatías que se proyectaba en la pantalla se sumaba el evidente fastidio de Tere por haberse dejado arrastrar a semejante encerrona. Cuando la parejita volvió a casa, lo hizo en silencio. Perplejo, él; irritada, ella. En aquel momento, el joven cinéfilo se parecía más a Antoine Doinel que a Lemmy Caution.
Sin saberlo, Tere y su pretendiente estaban inmersos en una escena de la Nouvelle Vague en cuya simiente creativa están los amores fugaces y frágiles. Chico encuentra chica; chica abandona al chico; el chico se desespera y encuentra otra chica. De este material primigenio brotaron, el novio inconstante de Truffaut, el pretendiente asesino de Chabrol, el incansable conversador de Rohmer y el desquiciado macho de Godard, y entre todos dejaron en la memoria del cinéfilio un indeleble plantel de musas (con perdón, eran otros tiempos): Fanny Ardant, Brigitte Bardot, Stephane Audran, Jeanne Moreau, Françoise Fabien, Marie Riviére, por citar las que vienen a mientes. Jean-Luc Godard dio un portazo a aquella deriva y se sumó a la Revolución, así, con mayúscula, para revolucionar el cinematógrafo y acabó como el relojero al que le sobran y le faltan piezas cuando recompone el mecanismo. A la postre, también sus películas se recuerdan más por la luminosidad de sus musas -Jean Seberg, Mireille Darc, Anna Karina, Anne Wiazemsky-, a las que maltrata, que por las logomaquias en que las presentaba envueltas. El gen burgués hace que sus pelis se vean como caprichos de niño mal criado.
El viejo que perdió a su chica viendo una peli de Godard asistió ayer noche a sus exequias bajándose en internet su última película, El libro de imágenes (2018), a la que se refieren las citas que encabezan este comentario. Es un obra atroz, espinosa, insufrible, una torrentera de imágenes aflictivas, arbitrarias, saturadas, distorsionadas y pespunteadas por la voz apagada, cacofónica, y sin embargo autoritaria, del viejo maoísta que al borde de la tumba no renuncia a sermonear a quien tenga la tentación de oírle mientras reduce a pulpa lo que conocemos por cine y deroga el derecho del espectador a la inteligencia y al disfrute. Godard ya tiene una estrella en la sección de los friquis de la historia del cine.
P.S. En estos días han fallecido también Irene Papas y Alain Tanner. El decorado de la memoria se está poblando de fantasmas.
Godard fue un insufrible pedante que convenció a unos cuantos papanatas de que las torpezas narrativas eran genialidades. Orson Welles lo crucificó, pero quién resumió su cine fue Ingmar Bergman: «Sencillamente un pelmazo»