El verano es la estación más cruel del año. Ausentes por vacaciones el teatrillo de la política y la euforia del fútbol, la actualidad está colonizada por diversiones trágicas, los bañistas se ahogan, los automovilistas se estrellan y en la calles del interior los toros corretean en busca de algo que se mueva donde descargar su furia. En un vídeo aficionado que se emite en el telediario, un tipo cita al toro callejero con una chaqueta, este le sigue, el provocador corre a la barrera y, cuando va a saltarla, resbala y cae y el toro se despacha con él, alrededor se agitan otros vecinos espantados, uno los cuales enarbola una bandera española cuyos vivos colores refulgen en la semioscuridad de la escena, a medio camino entre un grabado de Goya y un cartel electoral de Vox. El corredor, de treinta y tantos, muere. Días atrás, mismo telediario, misma escena: en esta ocasión es una mujer de setenta y tres años, muy aficionada a estos festejos, dirán luego sus vecinos, corneada como un don tancredo en plena calle, con el mismo resultado. Un recuento disponible a finales de agosto cifra en siete los muertos por exceso de afición taurina solo en la comunidad valenciana. Podemos suponer que son bastantes más en todo el país.

Quizá si se dedicara a cada uno un minuto de silencio o una placa conmemorativa en la fachada del ayuntamiento, veríamos la cuestión con otros ojos y quién sabe si después de un tiempo no cambiaría la percepción de los hechos. Por ahora, el único homenaje al que pueden aspirar estos difuntos son las fugaces declaraciones de sus vecinos, solicitadas por las televisiones que cubren el suceso sobre el terreno. Y son de un estoicismo  fatalista de la mejor cepa taurina. La preferida de este televidente es la de un tipo de unos cincuenta y tantos que contestaba a la periodista: si nos quitan los toros, ¿qué nos queda?  La clase política conoce el desamparo del buen pueblo, que vota, y donde han prohibido con gran alharaca las corridas de pago, se han cuidado de hacer lo mismo con los bous al carrer.

La tauromaquia declina, si eso significa algo desde los encendidos manifiestos de Eugenio Noel y las elegantes argumentaciones de Manuel Vicent, porque la mirada se traslada de las monerías del torero al sufrimiento del toro, lo que quizá explique la desafección del público en las plazas oficiales -demasiado aburrimiento y demasiada sangre- pero en la calle este mecanismo no funciona porque el toro no sangra, solo se estresa, una condición anímica que comparte con los corredores. Por ende, el sufrimiento del toro está a debate entre veterinarios y filósofos.

Don Fernando Savater tiene establecida una jerarquía del valor en cuyo estadio superior están él y los aficionados taurinos; en medio, los toros bravos, llamados a una muerte heroica en el albero, y, en la base de la pirámide, los pollos de granja, que somos todos los demás. Estas categorías filosóficas están en pugna en Tordesillas, donde los pollos quieren picotear al toro y demostrar a los taurinos que ellos también están en la onda. Pero ha sido inútil el intento popular de alancear a la bestia con arponcillos, dizque inocuos, como los que se usan para hincar la divisa en el morrillo del toro cuando salta al ruedo. Ni lanzas ni arpones, ha dicho la autoridad, y los encierros sin sangre. Este año, el Toro de la Vega ha tenido oportunidad de vengarse de las afrentas a su especie pero ha salido sinsorgo, y el pueblo, descontento.