La comprensión de la realidad se consigue a menudo en la captación de detalles sin sentido. Este escribidor se sintió chocado por uno de estos detalles absurdos cuando el rey don Juan Carlos otorgó a don Adolfo Suárez el título de duque de Suárez. Duque de sí mismo. Los títulos nobiliarios indican una cierta extensión del dominio de quien los posee, ya sea un predio o una función realmente existente o un reino imaginario. En esta remota ciudad subpirenaica tenemos un marqués de la real defensa, que algo debió significar el título cuando fue instituido y, aunque ahora su significado sea un arcano, no podemos negar que opera como un trémolo que acompaña al noble en sus quehaceres cotidianos.

Pero ser duque, marqués o conde de tu propio apellido -Pepito López, marqués de López- es una redundancia que indica racanería en quien otorga el título y servilismo en quien lo acepta. Cuando este noble de sí mismo se sienta en la taza del váter, ¿quién está sentado?, ¿el aristócrata sobrevenido o el plebeyo ennoblecido? Este es un dilema que no se plantea, por ejemplo, la marquesa de casa fuerte, quien por higiene y por etiqueta, deja el título nobiliario en el vestidor mientras se ocupa de sus arreglos personales. Y aún resulta más asombroso que estos títulos nominales sean hereditarios, de tal modo que un quídam pueda ser duque de su abuelo o marqués de un tío segundo.

Vienen a cuento estas disquisiciones cocidas a una temperatura ambiental de casi cuarenta grados porque la ley de memoria democrática que prepara el gobierno prevé la eliminación de los títulos nobiliarios que otorgó Franco a sus compinches de aventuras y casi todos los títulos pertenecen a ese rango de nobles de sí mismos: duque de Primo de Rivera, duque de Mola, marqués de Queipo de Llano, marqués de Yagüe, duque de Carrero Blanco, conde de Benjumea, etcétera. Franco, monárquico y despótico, fue hacedor de la dinastía reinante y de su propia aristocracia de corte. Los títulos que recibían sus conmilitones eran los coturnos para halagar su vanidad y afirmarlos en su presunta legitimidad. En total, son treinta y tres los títulos condenados a la extinción y uno no fue otorgado por Franco sino por el rey, hoy emérito: el marquesado de Arias Navarro, a cuyo titular ya se le conocía como el carnicerito de Málaga cuando fue ennoblecido.

Los autores de la ley de memoria democrática han hecho un trabajo fino y sin duda necesario al proponer la depuración de títulos nobiliarios de tipos, que de haber comparecido en su momento ante un tribunal democrático hubieran sido ahorcados. Pero diríase que queda intacto el mecanismo que produce estos títulos reflectantes: la real gracia que los otorga a quienes han servido a sus intereses y no tanto a los intereses de la sociedad.