Para Yolanda, que ya no puede leer estas líneas, con afecto
El confinamiento ha traído este año una inusual convivencia, no siempre deseada, con los propios recuerdos. Estos han conseguido abrirse paso a través de la amenazante maraña de información sobre la pandemia y muy a menudo han ocupado el escenario a despecho del arsenal de distracción disponible durante el confinamiento: internet, libros, series de televisión, etcétera, un irresistible coro de sirenas, que, no obstante, no han conseguido acallar a los seres abisales que nos habitan.
La memoria es la loca de la casa, una facultad que se reinventa a sí misma en cada ocasión. La agonía de los viejos consiste en establecer un orden en el relato que nos hacemos de nosotros mismos para que la valoración final se acomode a nuestro deseo. Es un ejercicio que en literatura se llama autobiografía y que básicamente es el que hace el inculpado que ha comparecer ante un juez. La autobiografía es siempre una impostura, pero es que además no hay ningún juez, ni más premio o castigo que los que te haya otorgado el azar. La memoria es una facultad carente de moral, que se complace en recordarnos esta evidencia. Nada es más desconcertante que un recuerdo que se presenta en cada ocasión dotado de un significado distinto. Los viejos estamos condenados a componer un puzle del que siempre faltan piezas y las que parecen disponibles cambian de forma y sentido cada vez que creemos haberlas atrapado.
Así he visto, como en un espejo, The Father, la última peli vista este año en una sala de cine. Lo que cuenta es la agónica lucha de un viejo por recuperar el dominio sobre la realidad cuando su cabeza avanza hacia una devastación absoluta. La historia está contada, por decirlo de alguna manera, desde la subjetividad del viejo (hipnótico, como siempre, Anthony Hopkins) y algunos síntomas del personaje son inquietantemente reconocibles: la anomia de quienes le rodean, los saltos en el tiempo, la volatilidad de los escenarios en los que vive, constituyen un mecano que el viejo intenta armar oponiendo su propio relato. El espectador quiere protegerse de tanta crueldad diciéndose que tal vez sea un juego urdido por los guionistas, una charada familiar o una trama policíaca a propósito de la herencia, y despliega su simpatía hacia el vejete del que celebra sus arranques de ingenio y sus gestos de altanería autodefensiva a la vez que rechaza las tretas de quienes le rodean. Bien, el padre está un poco chocho pero ¿qué necesidad hay de someterlo a ese laberinto sin sentido para hacerse con un cuadro colgado en la pared o un reloj de pulsera? Al final, cuando se ha agotado la última excusa, el espectador comprende que está asomado al abismo y que el abismo, como dijo el otro, le mira a él.