Les contaré una historia de la puta mili de la que el escribidor fue protagonista. En el cuartel de cazadores de montaña de esta remota provincia subpirenaica se disponía de un servicio llamado retén, formado por una veintena de soldados que vagaban por el cuartel a la espera de que el cornetín de órdenes les convocara a alguna tarea especial o sobrevenida, que no se producía nunca. Los reclutas del retén formaban al comienzo del servicio por la mañana temprano, se pasaba lista, rompían filas y permanecían mano sobre mano hasta que al final del día acababa el servicio y cada soldado volvía al alojamiento de su compañía o a su casa, si tenía pase de pernocta. El servicio militar en los últimos años del franquismo fue una máquina de producir hastío y desazón. Aquel día era un domingo de verano, no había actividad en el cuartel, que estaba despoblado, y nuestro recluta permanecía sentado contra el muro de un edificio, sumergido en un baño de desesperanza y con la mirada absorta en un fragmento de cielo bordeado por una cenefa de ramas de árboles.
De repente, tras las hojas verdes brotaron chispas incandescentes y algunas llamitas juguetonas. Un incendio, por fin, se dijo el recluta, dio un salto y se dirigió al cuerpo de guardia para dar parte. A sus órdenes mi teniente, etcetéra, hay un incendio. El teniente ordena al cabo primero que saque de su modorra al turuta, tatarí, tatarí, y allá que va hacia los árboles una tropilla de soldados sobresaltados maldiciendo a su suerte. Al llegar al foco del fuego, en el extremo del perímetro cuartelero, otros dos reclutas asignados a la cocina quemaban en el crematorio del cuartel (un pequeño horno con una alta chimenea de ladrillo) los desperdicios propios de su trabajo y vieron con espanto a la aguerrida tropa que se les venía encima. ¿Se ha quemado algo?, preguntó el oficial al mando. Los dos cocineros se miraron entre sí y por respuesta dirigieron una recelosa mirada al horno que crepitaba indiferente. El teniente miró hacia arriba y vio las chispitas que brotaban mínimas e inofensivas de la embocadura de la chimenea y tuvo la evidencia de que estaba haciendo el ridículo. ¿No hay un incendio?, preguntó para reafirmar su autoridad. Los dos cocineros se encogieron de hombros y el más valiente se atrevió a responder, no, mi teniente. Este lanzó una mirada asesina al recluta que medio siglo después les está contando la historia y ordenó resolutivo, vámonos, y el cuartel volvió a su tediosa y asfixiante normalidad.
En un lugar no menos remoto que aquel cuartel, llamado Ventas de Huelma, provincia de Granada, han avistado a una pantera negra y el país ha movilizado con gran jolgorio al retén para darle caza: guardas forestales, guardias civiles, fotógrafos arriscados, televisiones, autoridades locales entregadas a la causa, vecinos que han oído rugidos, muchos minutos de telediario y el deseo inconfesado de que la pantera devore a algún pardillo como aquel recluta deseó que su incendio imaginario arrasara el cuartel. Vivimos una situación calcada a la que caracteriza al servicio militar obligatorio: secuestrados por un poder superior e inapelable, acuartelados o confinados en un perímetro tasado, bajo una severa regulación de movimientos y relaciones interpersonales, disponibles para cualquier emergencia que forzosamente será negativa y a la espera de un licenciamiento o vacuna que, si llega, en el mejor de los casos será cuando dios quiera. El aburrimiento es la materia oscura de que está hecha la existencia y los esfuerzos por derrotarlo constituyen los momentos estelares de la humanidad. Pero, en ocasiones, el tedio está tan concentrado y es tan denso e imperativo que produce panteras donde solo hay gatos.