El mismo día, ayer, en que se anunciaba la fusión de CaixaBank y Bankia (la banca española ha adoptado la k germánica, que akojona más), este vejete recibió por correo una nueva tarjeta de débito de la primera entidad, de la que es tributario, usuario, familiar, cliente, ¿cómo llamar a quien tiene sus ahorros en un banco que se comunica contigo a través de la ranura del cajero automático? La nueva tarjeta, de lustroso color azul turquesa, viene a sustituir a la caducada, de luminoso color limón. En la amabilísima carta que acompañaba a la nueva tarjeta, el apoderado (sic) explica que el destinatario deja de ser del Club Ahora para ser Family Sénior, lo que quiera que signifiquen estas dos etiquetas. Como el apoderado no mencionaba ninguna otra ventaja, el vejete piensa que quizá se trate de un cambio de hierro de la ganadería pues es obvio que la primera señal que recibiremos de esta fusión bancaria será una mutación del logotipo y de la imagen corporativa en toda clase de señalizaciones. Otro mensaje, simultáneo al anterior y más contundente, será el despido de varios miles de empleados porque ¿qué clase de sinergia se puede producir sin mandar al paro a una buena peña de trabajadores?
La sigilosa cópula ha parido el primer banco español y el décimo europeo por lo que debiéramos estar contentos si supiéramos qué significa eso. De momento, un paso más en la compactación de la oligarquía financiera. Los que fingen saber del asunto afirman que el nuevo banco será sistémico, que en la jerga es parónimo de sísmico, vale decir, si se hunde, su rescate será a costa del bolsillo del común. La fusión de dos bancos es como la pandemia del coronavirus, un asunto que nos concierne a todos sin que sepamos por qué y del que esperamos, contra toda evidencia, que saldremos más fuertes, solventes y seguros. El maridaje de un banco catalán y otro madrileño (ambas entidades tienen la sede nominal en Valencia) no ha gustado, al parecer, ni a los integristas madrileños ni a los independentistas catalanes; tampoco a los podemitas, que ven esfumarse la oportunidad de crear un banco público. En consecuencia, dícese que la fusión ha hurgado en la brecha crónica del gobierno social-comunista: júbilo en el sector liberal cuya cabecera se atribuye a doña Calviño y enfado en el sector bolivariano de don Iglesias.
El estado posee el 61% del capital de Bankia, después de su rescate con 22.000 millones procedentes de las arcas del común, así que el nuevo artefacto queda con una participación pública minoritaria, que irá a menos si la operación sale bien para las expectativas del capital privado. Dejar el mando de la economía financiera en manos privadas es una pulsión constante de los sucesivos gobiernos españoles, no importa su color. Mientras la opinión pública está entretenida y estresada en el laberinto de la pandemia, la fusión de los dos bancos cae sobre nuestras cabezas como el meteorito aquel sobre las cabezas de los dinosaurios. Los dinosaurios aún no han salido de su sorpresa.