La finca urbana en la que vive este escribidor tiene una aparatosa puerta de marcos de hierro forjado y paneles de cristal. Es un artefacto pesado y frágil, de una elegancia anticuada y disfuncional. Cuando hace veinte años la comunidad de vecinos decidió instalar el ascensor hubo que desmontar la puerta para hacer posible las obras, y esta no volvió a recuperar el encaje que tenía cuando fue repuesta y desde entonces es objeto de pequeños arreglos constantes para conseguir que los paneles se mantengan firmes, el batiente se cierre, la forzada cerradura funcione, etcétera. Entonces, la obra del ascensor ya había despertado diferencias y dio lugar a un agrio debate vecinal en el que todos gastamos las magras reservas de empatía acumuladas por la convivencia. Cuando llegó la hora de decidir sobre el porvenir del dichoso portón, el enfrentamiento entre progresistas y reaccionarios nos había agotado a todos y los segundos se salieron con la suya. La vieja puerta seguiría donde estaba.

Es el estilo europeo, un duro debate convenientemente dramatizado en el que se alcanza un acuerdo en el último minuto, porque no hay alternativa, y del que cada inquilino sale de la reunión encantado con los resultados. El ascensor funciona y el portón ahí queda. Esta madrugada los capitostes han salido risueños del que, según decían, era el acuerdo europeo más importante desde el final de la segunda guerra mundial, si bien es cierto que era fácil imaginar, y temer, que el coronavirus se llevase por delante la unioneuropea. A la postre, la cosa ha consistido como siempre en un regateo de los dineros disponibles y tras el previsible tira y afloja todos tienen algo bueno que contar a las clientelas de sus respectivos países. Ya veremos lo que responden los parlamentos nacionales donde el espacio mental se achica y los debates son domésticos, ensimismados.

La unioneuropea funciona como un salvavidas de los países miembros, ninguno de los cuales podría sobrevivir fuera de esta patera que nos lleva a no se sabe dónde. A ver cómo se las apaña Gran Bretaña en solitario a pesar de su soberbia tradición náutica. Es un europeísmo fragmentario, cicatero, desconfiado y cansino, del que nadie parece evaluar el sedimento de frustración y resentimiento que deja en las sociedades tras cada uno de estos esfuerzos agónicos en pos de un acuerdo in extremis. El ascensor funciona, los vecinos compartimos en el habitáculo saludos, sonrisas de circunstancias y comentarios banales, pero nadie olvida la batalla de su instalación ni los objetos de resentimiento que trajo consiguo, que si el artefacto es lento, que si tendría que haber sido de otro color, y por ahí seguido. Hoy mismo he tenido que advertir al administrador de la finca que hay que reparar, otra vez, el pasador que fija uno de los paneles de cristal.