A Julio Anguita, in memoriam
Julio Anguita infundía respeto y deja en el recuerdo una huella de gravedad y dignidad que difícilmente encontramos en los actuales componentes de la clase política, más livianos y tornadizos, como de usar y tirar, aunque esta percepción quizá se deba no solo a su carácter sino también a la época que le tocó vivir. Anguita era un político anterior a tuiter y cultivaba una imagen siempre igual a sí misma, marmórea, y una afección por la literalidad de las palabras y de los hechos –programa, programa, programa- hoy en completo desuso. Era hijo, nieto y biznieto de militares y guardias civiles, y fue la evidencia de la dictadura la que le llevó al partido comunista, la única fuerza real y operativa de oposición al franquismo. Tras las primeras elecciones locales, fue uno de los buenos y memorables alcaldes que tuvieron las ciudades españolas en los años ochenta.
Su formación académica en historia contemporánea y sus comienzos profesionales como maestro de escuela y profesor de instituto sirvieron para aquilatar dos rasgos de su carácter y estilo: la fe en el progreso histórico y la pedagogía como método de convicción política. Era orador y conversador parsimonioso, claro y seguro en sus formulaciones, cualidades que le impulsaron desde la alcaldía de Córdoba al liderazgo del peceé, en busca de la salida a la crisis estratégica y orgánica que padecía el partido desde la transición. ¿Qué podía fallar?
Falló el momento histórico porque hasta los mejor dotados necesitan la oportunidad de una circunstancia favorable, lo que Maquiavelo llamaba fortuna. En los años noventa se decretó el llamado fin de la historia y para la izquierda, que es por definición un proyecto histórico, significó un declive del que aún no se ha repuesto. La caída del muro de Berlín marcó el final de un camino sin retorno para los comunistas y, a su turno, los socialdemócratas se quedaron sin margen de maniobra (y sin su juguete favorito: el estado del bienestar) ante la pujanza neoliberal que gobernaría el mundo en las próximas décadas, hasta hoy. En los vaivenes electorales de aquella década, Anguita operó como un esforzado ciclista que no consigue marcar el ritmo de la carrera, ni en su propio partido ni en la política en general. Un episodio de la dolencia cardiaca que ha acabado con su vida y los malos resultados electorales en municipios y comunidades autónomas le retiraron de la política activa y volvió a su puesto de docente de instituto en 2000.
La izquierda debería estudiar con detalle qué significó la última década del siglo pasado porque entre la maleza y los materiales de derribo de aquella época están sin duda las claves de la situación actual. Fue un tiempo de deserciones, renuncias y revisiones a la baja del proyecto socialista, a las que Anguita no se prestó nunca. En este sentido, se comportó como el capitán que no abandona el puente mientras el barco se hunde, sin que por lo demás él pudiera hacer otra cosa para evitarlo que instar a la orquesta a que siguiera tocando la vieja y querida melodía de antaño. Y por último, se popularizó la revolución digital con la consiguiente invasión de enjambres de memes y tuits en el debate público, contra los que nada podía la imagen profesoral de Anguita y sus solemnes intervenciones discursivas, convertidas en una antigualla. En la memoria que deja Anguita se mezcla la admiración por el político y ciudadano honrado y cabal, y el desdén de la historia, a la que creyó conocer y quiso también gobernar, con el resultado sabido.