Para José Luis Úriz Iglesias, con afecto.
La peste se ha llevado al llamado Billy el Niño, librándole así de la vergüenza de verse en el banquillo y a nosotros de la vergüenza, mucho más probable, de que no fuera juzgado nunca porque era de cajón que este tipo no iba a responder de las fechorías que cometió en los sótanos de la dirección general de seguridad durante la dictadura. Él, como todos los funcionarios del estado fundado por Franco, se acostó una noche como servidor de la dictadura y se despertó a la mañana siguiente como servidor de la democracia sin ningún cambio en su estatus, su lealtad y sus métodos. Subjetivamente, todo era igual que antes, y objetivamente también en buena medida, así que siguieron acumulando quinquenios. Esta circunstancia histórica casi mágica es la que permite a voceros hiperventilados afirmar que tenemos democracia gracias a los torturadores del franquismo. El ahora víctima del coronavirus daba miedo hace cincuenta años y deja ahora tras de sí un rastro de vergüenza. Era como si la vergüenza hubiera de sobrevivirle, son las última palabras de El proceso de Kafka, una historia que prefigura los regímenes totalitarios y en la que son indistinguibles los límites que separan la decencia y la iniquidad, el heroísmo de la vileza.
Jean Améry fue un estudiante autor de lanzamiento de octavillas antinazis, capturado por la Gestapo y torturado antes de ser enviado a Auschwitz, y es autor de uno de los libros más desoladores que se han escrito sobre la experiencia de la tortura. Para Améry, la tortura era la esencia del régimen nazi y bien podría decirse lo mismo del régimen franquista: la última ratio de su poder, consistente en retener bajo su férula a cualquier ciudadano, inerme ante las sevicias que quisiera infligirle so pretexto de hacer confesar un delito real o inventado, para lanzar un mensaje intimidatorio a su entorno social. La tortura es un sistema de control muy eficiente porque la sociedad no quiere saber de ella, tanto es el espanto que provoca. Para la víctima, es una experiencia atroz e indeleble: triturada, angustiada, está sola, durante y después de la tortura, y si sobrevive habrá de incorporarse a la normalidad –democrática, en este caso- con el peso de su sufrimiento que no será reconocido ni reparado. Esta es la experiencia de las víctimas del verdugo al que se ha llevado la peste.
Las últimas imágenes del veterano torturador nos lo presentan como un atildado abuelete rodeado de camaradas policiales en agasajos, conmemoraciones y otros encuentros corporativos en los que todos los presentes parecen encantados de haberse conocido. Después de prestar servicios al estado, el verdugo pasó a hacerlos a la empresa privada y continuó la relación personal con sus colegas del cuerpo y el mercadeo de datos confidenciales para provecho de sus nuevos patrones. El tipo desplazó sus actividades a una zona lateral de la tela de araña. Después de todo, el régimen político al que había servido como torturador también era una empresa privada del dictador, que le recompensaba la consecución de objetivos profesionales con premios en metálico e incrementos de su fondo de pensiones, como hace cualquier gran empresa en la actualidad, legal o ilegal, con sus empleados de confianza. Los encuentros festivos de la pandilla de Billy dan noticia de que la tela de araña sigue operativa (última tarántula descubierta: el comisario Villarejo) y a disposición del patrón que quiera pagarle. Para nuestro hombre no había diferencia entre la dictadura y el libre mercado.