Crónicas de la peste XII
La ovación crepuscular que reciben los sanitarios cada día desde las ventanas del vecindario no va a ser suficiente para mantenerlos en sus puestos porque, como no se cansan de repetir embutidos en sus batas aislantes a menudo improvisadas, necesitan equipamiento de protección e instrumental de análisis para detectar las dimensiones del contagio, y eso vale una pasta. Estamos, pues, en la lógica del mercado. Don Sánchez y su gobierno no pudieron ocultar ayer las dificultades que encuentran para obtener estos suministros y, a pesar de su lenguaje elusivo, pudimos entender una obviedad que se aprende en primero de económicas. Si aumenta la demanda exponencialmente, como ocurre ahora, se instala una puja al alza de los precios que convierte la cola del pan en una batalla campal. Eso ha obligado a readaptar fábricas de paraguas para que fabriquen mascarillas. El monocultivo derivado de la globalización ha dejado de servir a la causa de la humanidad. De nada le vale a España ser una potencia turística ni a Alemania serlo de la industria automovilística. Hacen falta mascarillas.
Los países occidentales se enfrentan a un dilema que aún no han resuelto. La peste les obliga a elegir si salvan la economía o a la gente. Ni siquiera se trata de salvar la democracia, como lo prueba la atención con que se examinan las medidas de China, se imitan sus métodos y se aceptan sus donaciones. Doña Cayetana, siempre alerta y sin duda inmune a cualquier clase de virus, ya ha alertado de la deriva autoritaria del gobierno. Entre paréntesis, el confinado se deja llevar por la fantasía de que tras una peste que acabara con la humanidad como aquel meteorito que liquidó a los dinosaurios, doña Cayetana sobreviviría a la catástrofe, como el cocodrilo o el ornitorrinco. Cierra paréntesis y volvamos a eso que llamamos la realidad.
En el dilema economía o gente, las primeras reacciones de los gobiernos occidentales fueron para salvar la economía: Trump quiso comprar a golpe de talonario una vacuna a los alemanes; Boris aceptó una mortandad de medio millón de británicos para salvar Britania; Merkel prohibió la exportación de material sanitario a los países socios, que no hermanos, de la unioneuropea. Todo menos aceptar que estamos bajo una amenaza global y se impone la fijación de objetivos comunes y la cooperación para alcanzarlos. Poco a poco, el rumbo se va corrigiendo, no sin reticencias y con un ojo puesto en los daños colaterales. De momento, parece que la doctrina oficial de la austeridad ha sido abolida por decreto.
Pero los del dinero están preocupados. No por su anciana madre que está a buen recaudo y no aislada en una residencia asolada por el virus, eso es preocupación de otros, sino por su estatus. Han echado un vistazo a la calle y han descubierto que hay una moneda de curso legal mucho más valiosa que el euro, la libra o el dólar: la mascarilla. Y han hecho cuantiosas donaciones de mascarillas conseguidas en ese mercado áureo al que solo tienen acceso los muy ricos. El rey don Felipe, que al parecer sí oyó el estruendo de cacerolas, ha conseguido la mercancía merced a sus buenas relaciones con el preboste de Alibabá (es la marca de la empresa, no una ironía) y la familia de don Amancio Ortega la ha sacado de un fondo ignoto alojado también en la remota China, que no es incompatible con el despido temporal de veincinco mil trabajadores de su empresa. Vivimos de la merced de las dictaduras, si lo sabrá el rey.
Ignoramos cuánto ha de cambiar la mentalidad de las sociedades por efecto de la epidemia, pero, de momento, entre nosotros, ha sacado a flote el sustrato galdosiano de la sociedad española: la fascinación por los caciques del lugar apoquinando unos reales a la pobretería que se arracima en el pórtico de la catedral. El reconocimiento del gesto ha sido inmediato y comentaristas muy conspicuos han destacado la eficiencia del jefe de Inditex frente a la inoperancia del gobierno. Veremos en qué para esto.