El rey es una figura imaginaria cuyos discursos los dicta el gobierno de turno. Si el que dio el tres de octubre de dos mil diecisiete tuvo la contundencia de un bastón, el que ha pronunciado hoy ha tenido una textura melosa, conciliadora, con el mantra del nuevo gobierno como eje: diálogo.

El discurso real se parece al himno nacional en que tiene una melodía perceptible pero carece de letra significativa porque ningún discurso puede sintetizar todos los discursos y ningún talante puede contener todos los talantes. Comentar el discurso del rey como si tuviera alguna significación propia es lo mismo que interpretar el mensaje de una psicofonía.

El discurso del rey es una liturgia que, mientras dura, suspende el curso de los acontecimientos, pero no los determina ni condiciona. En cierto sentido, es un acto mágico, como el de Moisés separando las aguas del mar, que de inmediato vuelven a su turbulento cauce cuando el discurso termina.

El público de los diputados y senadores convocados a escucharle disponen de una estrecha gama de respuestas codificadas y polisémicas, desde el aplauso más o menos entusiasta o cortés hasta el abandono del hemiciclo, las cuales dicen más de quienes las manifiestan que del discurso mismo, al que todas las respuestas están uncidas.

La figura del rey es una entidad flotante y no necesita la adhesión ni sufre por el rechazo. El escenificado por los soberanistas o secesionistas es un oxímoron, pues si fuera un presidente de la república el que pronunciara el mismo discurso, ellos tampoco estarían ahí para escucharle sino cada uno en la república independiente de su casa, a menos, claro, que la confederación de repúblicas ibéricas estuviera en guerra y todos escucháramos los discursos de todos para conocer las intenciones del enemigo.

La monarquía post moderna, desprovista de poderes reales, obtiene su fuerza por defecto. El rey precedente, al que nuestra generación tuvo la osadía de llamar el breve, se ganó los galones porque queríamos salir del pozo de la dictadura y el rey actual podría obtenerlos si bajo su reinado salimos del desbarajuste social y territorial al que la crisis de hace una década nos ha llevado.

Claro que el rumbo de la historia no se debe al poder real, ni al origen divino de la institución, ni a la sabiduría y energía de su titular –al que los de su generación motejan de el preparao- sino a una convención que nos impide imaginar otra cosa.  Las fuerzas políticas responden al discurso del rey con la brújula de sus intereses inmediatos pero ninguna cuestiona el núcleo del sistema porque nadie es capaz de implementar un régimen alternativo cuyas virtudes sean manifiestamente mejores.

Así que, otro discurso real, otra legislatura, y vuelta a barajar.