Miles de personas se manifestaron ante la audiencia provincial de esta ciudad para reclamar justicia en el caso de los acusados de agresión a dos guardias civiles y sus parejas en la localidad de Alsasua (Altsasu). El lugar de la manifestación fue elegido porque, al entender de los convocantes, era este órgano en el que se debía haber juzgado los hechos y no en la audiencia nacional, que condenó a los autores de la agresión a altas penas de cárcel (sentencia ratificada en firme por el supremo con algunas rebajas). La razón de que el expediente fuera elevado a la audiencia nacional fue la inicial imputación de terrorismo a los acusados. La sentencia desestimó este cargo pero, en todo caso, ha dictado unas penas asombrosamente altas para las circunstancias y la naturaleza del hecho. Empezamos a entender cierta perversa mecánica del poder judicial cuando juzga delitos protagonizados por personas a las que se imputa a priori una escasa españolidad. En estos casos, la justicia quiere ser didáctica.

Primero, se les acusa del delito más abyecto, aquel que despierta justamente mayor rechazo en la opinión pública. Esta acusación previa permite, a) hurtar el caso al juez natural y llevar la instrucción y la vista a un órgano judicial especializado (audiencia nacional) o sin recurso posible (tribunal supremo), y b) este órgano desestima en su sentencia final el cargo más grave, que en realidad ha sido un señuelo, pero dicta las penas máximas aplicables al delito inmediatamente inferior. De este modo consigue dos objetivos: a) dar una apariencia de deliberación y ecuanimidad en la sentencia, y b) satisfacer las expectativas de la opinión pública que cree mayoritaria. En el caso de Alsasua este mecanismo judicial tuvo un preámbulo folclórico, cuando la guardia civil bajo el mando del gobierno del pepé hizo un alarde de ocupación militar de la localidad después del suceso y antes de arrebatar el atestado de los hechos a la policía autonómica, y, cuando más tarde, los partidos de la derecha trifásica aprovecharon el envite para hacer campaña electoral en el escenario del crimen. Pero donde este mecanismo de teatralización judicial ha sido más evidente es en el juicio a los responsables del prusés. La inicial imputación de rebelión, que permitió hurtar el expediente al juez natural (en este caso el tribunal superior de Cataluña) y ha operado de lanzadera argumental del instructor y de la fiscalía, decae en la sentencia, que no obstante dicta penas máximas por el delito de sedición, siguiente en gravedad, a pesar de tratarse de un ilícito de difícil conceptualización perteneciente al campo semántico del orden público. De hecho, sedición podría ser cualquier acto de desobediencia civil contra una resolución judicial, según la sentencia.

Una de las misiones del gobierno que salga, si sale alguno, de las urnas debería ser la calidad democrática del país, que pasa por una revisión del código penal y sus procedimientos y aplicaciones, y la restauración  de la independencia real de los jueces. No es de recibo que un prejuicio ideológico o político, inducido por el gobierno y sus instrumentos legales (fiscalía y policía) determine la naturaleza del delito imputable y la dimensión de las penas. Esto no significa justificar ni siquiera obviar la agresión de Alsasua ni el asalto a la legalidad perpetrado por el delirante y fraudulento prusés sino reconocer la sencilla evidencia de que la judicatura no puede ser la brigada de choque del gobierno de turno y que los ciudadanos que portan deeneí no pueden ser juzgados por la dosis de españolidad que se les presuponga.