Un cierto respiro se advierte en el circo europeo por  la pérdida de la mayoría parlamentaria de míster Johnson en Londres. El extravagante primer ministro no podrá llevar a cabo su objetivo de arrastrar al Reino Unido a un bréxit por las bravas ni convocar elecciones al rebufo de este propósito. En algún momento de su biografía, este personaje debió quedar boquiabierto ante el cuadro de Delacroix, La libertad guiando al pueblo, y se dijo a sí mismo: ese es mi destino, ahora solo falta la oportunidad. La cresta dorada de Johnson es como los senos descubiertos de la Marianne revolucionaria: un icono hipnótico, del que no puedes apartar la mirada sin pasar por reaccionario. El lienzo de Delacroix es la representación de lo que ahora llamamos populismo y, en este hilo argumentativo, podemos decir qua a míster Johnson le ha llegado su Termidor.  Ahora, dicen los expertos, al malogrado primer ministro le cumplen dos misiones: llegar a un acuerdo para el brexit y convocar elecciones, por este orden; lo que significa prorrogar sine die la fecha de desamarre de la unioneuropea, es decir, volver a la casilla de salida, toda vez que su antecesora en el cargo ya llegó a un acuerdo que rechazó el mismo parlamento que insta ahora al nuevo titular a intentarlo otra vez.

Todo eso es sabido. Lo que interesa ahora es comprender por qué el llamado populismo brota, no de iniciativas extraparlamentarias, sino del corazón mismo del parlamentarismo.  Los partidos así llamados populistas (vox, podemos, por ejemplo) han descubierto muy rápido el rigor de las reglas de la democracia representativa y se han adaptado a ellas. Pero, obviamente, este esfuerzo adaptativo no resuelve la crisis del sistema, el cual, para superar la desafección de la ciudadanía hacia la política, necesita ser estimulado con continuas convocatorias a las urnas: elecciones, referendos, consultas internas, de las que la clase política quisiera extraer la volkswille, quintaesenciada, libre de impurezas y contradicciones, prístina como un manantial de montaña, una voluntad popular a la que le corresponde un caudillo. En la cultura de quienes nos criamos en el franquismo, dictadura y referéndum formaban un díptico ineludible; son términos que se atraen y se necesitan recíprocamente. En democracia, el buen pueblo acude obediente a las urnas y manda un mensaje a su modo, siempre insatisfactorio para quienes convocan las elecciones o aspiran a beneficiarse directamente de su resultado, los cuales se las ingenian para repetir la elección convirtiendo así a los ciudadanos en rehenes de su carrera política.

El veraneo de don Sánchez, de paseo por las amables praderas de la sociedad civil de cuya huerta ha traído la cesta de las trescientas medidas, a espaldas del parlamento que habría de investirle, es una muestra del caudillaje populista que ahora intenta el  líder del pesoe.  Quienes se lanzan por estas trochas son tipos bien abrigados por el sistema, protegidos y seguros de que su futuro no depende del resultado de su aventura, sea cual sea este. La actualidad nos ha ofrecido una imagen, que vale por mil palabras, como suele decirse, de esta clase de personajes: el portavoz tory en la cámara de los comunes, un aristócrata riquísimo, furibundo anti europeísta, dormita en su bancada del parlamento con una beatífica sonrisa mientras los parlamentarios se desgañitan debatiendo sobre la maldita encerrona a la que este tipo y los suyos les han llevado. Eso es populismo fino, el que no lo parece, el más peligroso.