Hacía algunos años que este espectador no asistía a una función en el teatro Gayarre, una bombonera entrañable. Teatro a la italiana de estucos dorados, palcos abullonados y cielorraso iluminado por un fresco donde reinan sobre la platea el dios Apolo en su carro solar y las Musas que le hacen coro. El espectador finge sonreír ante este manifiesto naíf de la cultura pero lo que siente es la punzada de la derrota. Apolo y las musas seguirán revoloteando sobre las cabezas de los espectadores cuando tú ya no estés para contemplarlo. Yo me sentaba en los bancos corridos del  gallinero antes de que los cambiaran por butacas después del incendio de mil novecientos sesenta y ocho, se dice a sí mismo como quien alega un título de propiedad en esta lid contra el tiempo. El aforo registra un lleno completo. El espectador mira a su alrededor y descubre que no conoce a nadie  y esta extrañeza trae otra punzada. Empieza la función, apaguen los móviles. En la oscuridad de la sala, el cañón de luz ilumina el centro del escenario vacío. El desasosiego desaparece.

Mundo obrero, de Alberto San Juan, es una pieza de lo que cuando entonces se llamó teatro de agitación y propaganda. Un elenco mínimo –dos actores y dos actrices- sin decorados ni apenas atrezo, cuatro sillas, una guitarra y una caja de percusión para contar la historia de los parias de la tierra en este país desde la escuela moderna de Ferrer i Guardia hasta ahora mismo. Un teatro despojado, directo, didáctico, que hace de la precariedad material un reflejo de la realidad y a la vez su principal fuerza expresiva y que a este espectador le recordaba  a Los Goliardos, al Grupo Tábano y otros del teatro independiente de los setenta. Teatro documental, desencantamiento brechtiano, diálogo con el público, tonadas populares, escenas de sainete… Cuatro décadas después, ¿quién iba a decirlo? Un robusto discurso argumental y un trabajo actoral formidable, dúctil y bien engranado se ganaron al público. Podía sentirse la marea de las emociones en los tránsitos de lo trágico a lo cómico, de lo discursivo a lo dramático, de lo documental a lo fabulado. La función había secuestrado la conciencia del espectador, que aún se sentía retenido en una suerte de falsa intemporalidad cuando se encendieron las luces de la sala y se apagaron los ecos de los aplausos. Ahí estaban todos los ingredientes intelectivos y emocionales que le hicieron creer que el teatro, y el arte, y la literatura, eran un poderoso motor de transformación social y humana. Todos los ingredientes menos la esperanza.