El pequeño y nervudo Alexis Tsipras es ya un héroe, no solo griego sino europeo, como Leónidas de Las Termópilas y Temístocles de Salamina. Así lo ha reconocido el jovial y en ocasiones beodo don Juncker en nombre de los bárbaros jerarcas de la unioneuropea que quisieron arrasar la península oriental donde nació Europa. Aquel intento brutal de los lansquenetes al servicio de los consorcios bancarios e industriales del sacro imperio germánico estuvo a punto de convertirse en un crimen histórico sin precedentes y si no llegó a ocurrir se debe a la tenacidad y visión estratégica de Tsipras que supo mantener tras de sí al sacrificado y enterizo pueblo griego. El reconocimiento de Bruselas es una victoria histórica.  ¡Loor a los héroes!

Tsipras ha llevado a cabo otra proeza, esta de orden doméstico pero no menos importante para su país: la desactivación del conflicto con la vecina Macedonia balcánica por el sencillo expediente de convenir que se llame Macedonia del Norte. Un mero cubileteo onomástico que sella una herida nacional que, como todas las de cariz nacionalista, ancla su origen en el mito. Macedonia es la patria de Alejandro Magno y en consecuencia el lugar donde nace la Grecia postclásica y lo que luego fue el imperio y la cultura helénicos. Una característica común de los nacionalismos actuales es que tienen sus raíces en lugar ajeno al territorio donde el nacionalismo ha medrado. El nacionalismo se quiere a sí mismo como la raíz del país pero en realidad es un esqueje. Esta anomalía les confiere un malestar inextinguible, irredento. El nacionalismo serbio dice tener su raíz en Kosovo; el vasco, en Navarra, y el griego, en Macedonia.

Amigo macedonio, sé lo que sientes porque esta remota provincia subpirenaica desde la que escribo es una especie de Macedonia occidental, partida por la historia a principios del siglo XVI y cuyo territorio originario ocupan desde entonces dos potencias de nuevo cuño: España y Francia. La parte francesa es la más cool: ahí situó Shakespeare la trama de Trabajos de amor perdidos y aquello que tanto nos pone de Macedonia será el asombro del mundo, y de ahí procede el primer rey, Enrique IV, el calvinista que unificó Francia tras las guerras de religión después de comprar el trono por una misa católica. Un rey muy venerado en el país que inventó el estado republicano. En venganza, los macedonios del sur llamamos a esa parte francesa, la Baja Macedonia, como a vosotros os van a llamar Macedonia del Norte. Los epítetos relativizan penosamente la grandeza del sustantivo. Pero créeme que lo que cuenta es la suerte que hayas tenido en caer en una parte u otra.  Si quieres que te sea sincero, yo hubiera preferido ser bajomacedonio: mejores sueldos, más oportunidades, menos dictadores en la historia, más variedad de quesos, más grandeur y menos murga regionalista, aunque, si se hace abstracción de estas pejigueras, aquí no se está nada mal. Así que haz tus cuentas, olvídate de historias y de nombres mitológicos, y recuerda a Tsipras y la clave de todo genuino patriotismo: ¿qué hay de lo mío?