Una de las experiencias más estupefacientes que depara la edad es el olvido de los nombres, no tanto los comunes de las cosas, cuya proximidad y uso preservan la memoria, cuanto el de las personas. Este carácter personal de la desmemoria es atroz porque anuncia que el mundo que rodea al viejo deja de ser un mundo propio para convertirse en un mundo genérico. A la vez, hace del desmemoriado una máscara, un fantasma. La experiencia del encuentro callejero con otro al que conoces –una antigua amiga, un ex compañero de trabajo, un vecino de antaño, un camarada de farra- y con el que intercambias frases no exentas de afecto y curiosidad sin poder recordar cómo demonios se llama produce una mortificante sensación de vértigo. La memoria no acepta la derrota y en algún nivel del sistema nemotécnico pugna por recuperar el nombre perdido, y generalmente lo consigue… varias horas o días después de que el interlocutor ocasional haya salido de nuevo de tu vida, quizá para siempre.

El conocimiento de los nombres es un signo de fuerza y de autoridad desde que adán nombró a los seres vivos que le rodeaban en el paraíso. Fue el principio de la mitología y del registro civil. Nombramos a los demás porque los necesitamos y aspiramos a que nos sirvan, ya sea como criados, como modelos, como amantes, o como proyección de nosotros mismos. El nomenclátor, en consecuencia, es una actividad mental que exige esfuerzo, a la vez que espera ser recompensada, pues los nombres de los otros habitan la memoria de acuerdo con ciertos órdenes jerárquicos y afectivos cuyo mapa da idea de la posición del memorioso en el mundo. Pero el viejo es de manera creciente más biología que cultura y deja de necesitar una posición en el mundo. Prefiere recordar la marca de sus yogures preferidos que los nombres con los que compartió aquella cena de empresa. Claro que recuerda la ocasión y su falsa carga de euforia y camaradería, y también lo que dijo entonces el tipo que se sentaba a su derecha, con el que acaba de encontrarse en la calle cuando salía del supermercado con los yogures y del que no podría decir su nombre ni aunque se lo requiriera un juez. Adiós, Manolo, es un saludo habitual que el desmemoriado recibe en la calle y que le produce una mezcla de agradecimiento y suspicacia porque, si el que le saluda es un rostro sin nombre, bien pudiera ocurrir que Manolo sea un nombre sin rostro.