Crónicas agostadas 10

El verano es propicio a la estupidez política. Los políticos conservan constante su coeficiente intelectual durante todo el año pero, en el periodo estival, la sequedad del ambiente y la posición de los destinatarios de sus ocurrencias en decúbito supino sobre la tumbona de la playa hacen que sus mensajes adquieran un tono aún más irreal y extravagante, si cabe. Esta perorata introductoria viene a cuento del cartel que los jóvenes izquierdistas de la cup catalana han presentado para explicar el sentido y estimular de paso el voto favorable a la independencia en el futuro e hipotético referéndum que debería celebrarse el próximo primero de octubre. En el cartel, una joven barre del mapa de Cataluña a un puñado de personajes que, a juicio del partido promotor del mensaje, representan las lacras que la independencia debería extirpar del país. El esquema compositivo del cartel está copiado de otros anteriores de un siglo atrás, de cuando la propaganda política se pegaba en las paredes, el más conocido de los cuales es un pasquín bolchevique de la época de la revolución rusa, lo cual ha servido para excitar al editorialista del periódico de referencia, cansado sin duda de regurgitar editoriales sobre Venezuela.

Pero lo cierto es que el cartel es una bobada. Marx escribió en su 18 Brumario que la historia se repite como farsa. Es el caso.  En el cartel de los fraticelli catalanes es una hacendosa muchacha, y no Lenin como en el original, la que empuña la escoba. Vale la pena preguntarse qué significa esta elección de género en un tiempo de feminismo rampante y robots diseñados para el trabajo doméstico. En el pasquín original, el barrendero Vladimir Ilich hace su tarea sobre una representación del planeta Tierra; en el mensaje de los cuperos, el espacio a barrer se ha achicado exponencialmente y es un mapa de Cataluña que se prolonga en la comunidad valenciana,  quizás entendida como el patio trasero, o más propiamente, el huerto de la masía catalana. En cuando a la basura que se barre en el original y en la copia, hay una interesante cuestión semántica.

En el grafismo revolucionario de hace un siglo, un tipo encopetado representaba al capital, la caricatura de un gordito con tiara y sotana se entendía fácilmente como el poder de la iglesia y un garabato con corona y manto de armiño era obviamente la monarquía, que entonces ostentaba un poder casi absoluto. No es fácil traducir estos símbolos a los usos actuales. Reyes, obispos, banqueros y militares no han dejado de existir pero han mudado y menguado sus roles y nadie los tiene como objetivo principal del cambio político. Los autores del cartel independentista han debido comprenderlo y han sustituido la basura de la tradición leninista por un torero [sic] y una tropilla de corruptos locales de actualidad, sean presuntos o convictos. También en los objetivos se ha abaratado la ambición revolucionaria, devenida en tópico reformista o menos aún, en ensoñación pueril. Lo único verdaderamente gracioso del cartel –y sin duda un chiste involuntario- es que entre los corruptos caricaturizados e identificables está don Mas, el líder del partido de la derecha que ahora mismo y desde hace cuarenta años dirige el gobierno catalán y que se ha sumado a la ola independentista para no perder comba y en el futuro volver a hacerse con los mandos del ente resultante del procés, ya sea una república independiente o cualquier otra cosa. Un partido el de don Mas que lo mismo vale para un barrido que para un fregado, con tal de que sea el que empuñe la escoba o la fregona, herramienta que, llegado el momento, tendrá que entregarle la adorable muchacha del cartel. Lo único que cabe desear a estos entusiastas revolucionarios del pasquín es que, conseguido el objetivo, tengan más suerte que los marineros de Kronstadt.