El hipotético ciudadano que el tópico ha acuñado como principal soporte electoral de Trump es el héroe de la película Gran Torino, de Clint Eastwood. Un hombre blanco de edad madura, obrero especialista de la industria del automóvil sin otra formación que la de su oficio, desempleado y vecino de una pequeña localidad del inabarcable centro del país donde le tutela el párroco de su iglesia y se reúne en el bar con otros como él para contar chistes racistas mientras trasiegan unas cervezas. Walt Kowalski es hijo de inmigrantes europeos, como Donald Trump, pero mira con repulsión a los jóvenes orientales que viven en su vecindario y que están en Estados Unidos porque antes han sido víctimas de alguna de las innumerables y terroríficas guerras imperiales en las que ha intervenido su país de acogida. Dos revelaciones se desprenden de este personaje. Una, que su suerte no es peor sino mucho mejor que la de sus jóvenes vecinos al borde del fracaso existencial, también desempleados y más pobres, acosados y seducidos por las bandas juveniles que campan por el barrio, y dos, que con individuos como Kowakski no se puede hacer ninguna revolución, ni patriótica ni de ninguna otra clase, porque representa la decadencia en estado puro, no solo biológica, también intelectual y moral. Eastwood, republicano conservador, ha basado gran parte de su excelente obra cinematográfica en un personaje, interpretado por él mismo, desubicado ante la ley y desorientado en la sociedad, que se abre paso en la umbría que le rodea aferrado con una ostentosa pistola cuyos disparos se convierten en la ultima ratio de los conflictos del mundo. Un tipo temible y antipático cuando está en plenitud de sus facultades y que solo despierta algo parecido a la simpatía en su fase declinante. En Gran Torino, el inesperado afecto senil que suscitan en el solitario protagonista sus jóvenes vecinos conduce a que se sacrifique por ellos en la balacera que rubrica la historia, a la que esta vez acude desarmado, aunque, genio y figura, finge lo contrario ante sus adversarios. Entre el eufórico Harry Callahan el Sucio y el crepuscular Walt Kowalski se despliegan todos los matices de la moral cívica que predica el cine de Eastwood. En el país en el que la leyenda es parte de la historia y el cine es su testigo, Trump también parece proceder de la imaginación de Eastwood. El abuelo Friedrich sentó las bases de la fortuna familiar durante la fiebre del oro del salvaje oeste en las industrias de la construcción y del entretenimiento –hoteles y chicas amables-, los mismos negocios que han hecho aún más rico al nieto y por último le han llevado a la presidencia de la república. Diríase que los gestos bruscos y a la vez titubeantes que exhibe Trump en sus comparecencias públicas, propios de una arrogancia frágil, son expresión de quien quiere ser el pletórico Callahan en la piel del decadente Kowalski, del que nunca sabemos si va a utilizar su arma o solo quiere alardear de machote. La mujer es invisible en Gran Torino, pero tiene una influencia determinante en el comportamiento del héroe, algo que también se puede visualizar en las espinosas relaciones gestuales de Trump con su esposa Melanie, en la que el presidente parece buscar apoyo a la vez que teme que vaya a achicar su figura pública. Y una última pregunta, esta para economistas: ¿alguien cree que se puede make America great again volviendo a fabricar en serie el modelo Gran Torino?