Apuntes romanos ‘low cost’, y III
No se ven curas por la calle, observa una voz. Ni en las iglesias tampoco, corrobora otra. Acaban de entrar en Santa María della Vittoria, a espaldas de la Piazza della Repubblica, y están en una exquisita bombonera barroca de la que Stendhal juzga que está decorada como un ‘boudoir’. No se le puede negar perspicacia al clásico porque la golosina más apreciada de este recinto apoya su opinión. El Éxtasis de Santa Teresa, de Gian Lorenzo Bernini ocupa la primera capilla a la izquierda junto al crucero. Éxtasis es un piadoso sinónimo del impronunciable (y olvidable) título eclesiástico del conjunto escultórico, que es la transverberación de santa teresa, palabro que en castellano solo se utiliza para designar a esta escultura y que a su vez es sinónimo, según el diccionario rae, y ya llegamos al quid nominal del asunto, de transfixión o acto de herir atravesando al otro de parte a parte. El vulgo, tiznado de machismo, ha destilado un término más acorde con la plasticidad de la obra de Bernini: el orgasmo de santa teresa. Pues bien, ahí está ante nuestros ojos mortales, la monja española recostada en un aéreo revuelo de ropajes y la expresión del rostro entre entregada y feliz a los pies de un ángel que exhibe la sonrisa inocente y satisfecha de un ragazzo di vita que acaba de hacerse con una presa de campanillas y se dispone a atravesarla con su flecha. El grupo escultórico está enmarcado en una gloria o haz de rayos dorados, y elevado sobre la mirada del visitante, lo que hace imposible una observación en detalle de la obra, circunstancia que irrita al curioso hasta que este advierte cuál es la perspectiva correcta para la que ha sido diseñada la capilla. Es un teatro en el que santa teresa y su deliquio ocupan el escenario. En el barroco, el teatro era la metáfora omnisciente de la realidad y del mundo. Detrás de la sobrecargada apariencia de las cosas no había más que un vacío que revestía dos formas: el cielo o el infierno, y más frecuentemente este segundo. Pero el teatro necesita espectadores y los constructores de la capilla armaron en los muros que la flanquean sendos altorrelieves que reproducen palcos ocupados por clérigos y frailes que asisten al éxtasis de la monja y lo comentan complacidos y animados. De repente, el descubrimiento de los curas mirones resulta infinitamente más interesante que la escultura principal. Ahí están esos tipos, eternamente congelados en el acto de violar la intimidad de una mujer (¿hay algo más íntimo que el encuentro con un ángel?), satisfechos en su papel de vigilantes, no tanto de la moral como directamente del cuerpo. Stendhal también anota: Bernini fue el padre de ese mal gusto designado con el nombre de ‘rococó’. Es posible que el rococó haya decaído como estilo arquitectónico y no se vean curas por la calle pero siguen ahí, encaramados en el palco, y no pierden ripio de lo que ocurre en el cuerpo (y en el alma) de las mujeres.