Un enorme lienzo, a medio camino entre la ilustración de cómic y el friso gótico, preside el patio del palacio del Condestable de mi pueblo donde el ayuntamiento ha instalado una exposición sobre el castillo de Amaiur o de Maya, por cuya disputa tuvo lugar en 1522 la última batalla que selló la anexión de esta provincia a la corona de España y su final como reino independiente, es decir, el final para la parte meridional del reino, porque la septentrional, al otro lado del pirineo, siguió siendo independiente hasta que su rey Enrique lo fue también de toda Francia. Estamos, pues, ante una instalación sobre un episodio de historia tardomedieval, que sería un anodino tema de bachillerato si no fuera por su cansina reverberación en la política local. El espacio de la exposición tiene dos partes bien diferenciadas. En el sótano del palacio el visitante encuentra un relato de la excavación arqueológica del castillo, ilustrado con fotografías, croquis, maquetas y objetos de la época, un conjunto ameno y didáctico, realizado con criterios de ciencia museística. En la planta de arriba, el tono de la exposición es hagiográfico. Los materiales reunidos, gráficos y literarios, están empeñados en dar un sentido inspirador a la remota batalla. Este espacio lo preside el monumental lienzo debido a Xabier Morrás. Una multitud es la protagonista del cuadro. Rostros sombríos, vindicativos, iracundos, en los hombres que ocupan el primer plano del lienzo; llorosos, aterrados, en las mujeres de la segunda fila, sobre un fondo de lanzas y antorchas, un cataclismo telúrico que reclama venganza, redención, reconquista, algo. El tema es una alegoría. Los personajes retratados como defensores de la fortaleza medieval son escritores, periodistas, historiadores, artistas plásticos y profesionales contemporáneos -entre otros el alcalde de la ciudad, que es historiador- cuyo rasgo compartido es su adscripción real o virtual al imaginario patriótico local (abertzale, por su nombre vascuence) y, más en detalle, su procedencia de la robusta cepa carlista del país. Aquí reside el interés histórico del cuadro. Xabier Morrás, el autor, es un artista plástico competente y experimentado que, en los últimos años de la dictadura dirigía una sala de arte de la caja de ahorros local donde nuestra generación contempló por primera vez arte moderno y escuchó las lecturas de poetas y escritores emergentes. Un pequeño alvéolo de modernidad y rebeldía cultural. En aquella sala tuvimos noticia, por ejemplo, de la obra pictórica de Francis Bacon, de la que se celebró una exposición de reproducciones cuyo impacto aún recordamos casi cincuenta años después. Pero, a la llegada de la democracia, tuvo lugar un hecho paradójico. Las fuerzas reprimidas por la dictadura no eran, al parecer, liberales, socialistas ni progresistas sino, en buena medida, el enésimo avatar del carlismo, colérico, reaccionario y desnortado. La obra de Morrás es el paradigma artístico de esta deriva histórica. En sus trabajos, el espectador encuentra un rechazo explícito a la modernidad, el canto a una vida campesina que no es sino un pastiche urbano, y la búsqueda vindicativa de una señas de identidad en un brumoso, amén de manipulado, pasado medieval. En Europa, la extrema derecha se presenta en estos tiempos victoriosamente como una alternativa superadora de la modernidad y sus males. En esta legendaria provincia subpirenaica desde la que escribo llevamos un par de siglos intentando lo mismo, con relativo éxito. Es lo que espanta del sombrío lienzo expuesto en mi pueblo, que los personajes emerjan de la pintura y se hagan realidad, como en las películsas de vampiros de serie b.