La comicidad brota del choque entre el automatismo del comportamiento y la imprevisibilidad del azar. Cuanto más rigurosa y ordenada sea la ejecución de una tarea y más indeseable el resultado, más risa da. Esto es lo que ocurrió ayer en la asamblea de la CUP para fijar la postura de este grupo en relación con la formación del gobierno de la Generalitat catalana. El dilema que se había impuesto era decidir si votar o no al aciago Artur Mas para la presidencia como vía hacia la utopía libertaria y catalana que está en el objetivo del partido. Cualquiera ve que el dilema mismo es un disparate pero así son los juegos, necesitan de un supuesto de partida convenido y de unas reglas internas, y que gane el mejor, que en este caso era el que reuniera más voluntades a favor de una u otra opción. Pues bien, empataron. Una asamblea de 3.030 jugadores empató a 1.515 votos. No me digan que no es para partirse de risa (o para cortarse las venas, si te llamas Artur Mas). El camino hacia la utopía ha quedado bloqueado por un voto porque de haber obtenido 1.516 y no 1.515 una de las dos opciones, ahora los catalanes estarían más cerca del paraíso, con Mas o con Menos. Lo asombroso es que llegar a este cul-de-sac les llevó todo el día, reunidos en un polideportivo y después de tres votaciones para descartar otras alternativas que en principio eran cuatro pero que podían haber sido cuatro mil y hubieran estado votando hasta que Mas criara malvas. Las imágenes de la jornada revelan el rigor formal de la liturgia y el risuelo optimismo catecumenal con que se llevó a cabo el proceso. Ahí estaba la tenacidad metódica de Buster Keaton para domeñar a las imprevisibles fuerzas de la realidad. La racionalidad de la CUP no es distinta, aunque sí menos eficiente, que la de cualquier otro partido político. Todos dejan (dejamos, en realidad) en manos de una minoría decisiones que afectan a toda la sociedad y por largo tiempo. Pero los partidos convencionales lo hacen a través de grupos reducidos, jerarquizados, a puerta cerrada y, en el mejor de los casos, después de pactos previamente pasteleados. Aquí no hubo trucos, ni cámaras negras, ni doble lenguaje. Los rostros de los asambleístas durante la jornada revelan una actitud diáfana, henchida de inocencia. El actor está en el escenario sin disfraz, a plena luz, pisa una inesperada piel de plátano y se da un trompazo. Hay otra forma de producir humor. Es la de los Hermanos Marx y consiste, no en oponerse al caos sino en fomentarlo, y la CUP está en el momento justo para emprender esta vía. El efecto es el mismo: la risa. La mala noticia es que la asamblea no ha resuelto la apuesta de jubiletas que tenemos contraída mi amigo JL y yo. Él apostaba un café a que la CUP apoyaría a Mas y yo, que no lo haría. Y ahora, ¿quién paga el café?
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También yo pienso que los catalanes no son sosos. Antes al contrario (como dicen cuando hablan castellano): no creo que haya en Iberia nadie más gracioso. Lo tienen todo, pues son capaces de encarnar a Augusto, el payaso travieso y revoltoso, y a Pierrot, triste y enamoradizo. En fases sucesivas se han identificado con los judíos, con los palestinos, con los canadienses o con los escoceses. Últimamente se han propuesto ser (cuando logren la independencia) como los suecos o los neozelandeses. Sin embargo, casi nunca se han reconocido como lo que realmente son: ácratas levantinos irónicos y agudos. Lo cual no es, en absoluto, ningún desdoro: Aristófanes y Plauto, los grandes maestros de la comedia occidental, la comedia del enredo y el embrollo, también lo fueron. ¿Es algo genético? Claro que no; y sin embargo, se le parece. Pienso que se trata de una realidad cultural. Ahora bien: después de Dawkins y su teoría de los memes, todos sabemos que estos elementos de cultura funcionan de manera darwiniana, como los genes. Me pregunto, no obstante, si los catalanes no estarán también emparentados con otro pueblo europeo, los leperos de Occidente (al menos para los franceses), es decir, los belgas. Ya están en camino de hacer de Cataluña un poco Bélgica, al menos en cuanto a vivir largo tiempo sin gobierno, aunque se encuentren todavía un poco lejos de los 541 días alcanzados por este país.