Ya tardaba el diario decano de la remota provincia subpirenaica en contrarrestar la explosión mediática provocada por el hallazgo de la ya famosa mano de Irulegi con las primeras palabras escritas en una incierta lengua antecedente del actual euskera, que ha llevado al mundillo vasquista a un estado cercano al éxtasis. Pues bien, resulta que también las primeras cifras arábigas escritas en Europa  se han encontrado en el territorio del viejo reyno.  Chúpate esa.  Que a diez kilómetros de la capital de la provincia hubiera hace dos mil años aldeanos alfabetizados en su lengua es más de lo que pueden soportar ciertas sensibilidades del país, y he aquí que también había árabes que empezaron a enseñar aritmética a los indígenas europeos por estos lares. No sabemos lo que dirían los voxianos de este asunto. Ni vascos ni árabes son admisibles en el formato mental del español, español, español, pero no podemos estar llamando a don Pelayo a todas horas para que arregle el entuerto. Y ahora, ¿qué hacemos?

La arqueología es un oficio de alto riesgo porque sus hallazgos son cargas de dinamita contra el olvido y el error histórico, componentes constitutivos de la nación, según la celebrada opinión de Renan. Las inesperadas reliquias del pasado encontradas bajo tierra, inocentes y conmovedoras, introducen enmiendas a la ensoñación nacionalista. Incluso si lo encontrado son puntas de lanza o flecha, así, herrumbrosas, parecen libres de la violencia que contuvieron y que también sirvió para constituir la nación, otra vez según Renan. A los espíritus desarraigados les consuelan estos pequeños regalos del pasado, tanto más si son inconexos y variados, porque pueden admirar su belleza sin renunciar a la convicción de que somos, nosotros y aquellos, accidentes de la naturaleza y de la historia. Pero para quienes han sido condenados por los dioses a buscar bajo sus pies la casa de los ancestros, el contenido del viejo baúl del sótano, necesariamente exiguo, no siempre sirve al propósito de robustecer el sentimiento de pertenencia a la familia.

Por fortuna, los dos hallazgos mencionados traen consigo algo que podríamos llamar espíritu navideño. En esta tierra, compiten (más bien forman un cártel) sendos personajes vascos y arábigos en la tarea de vaciar las jugueterías para regalar el producto del saqueo a la infancia. El olentzero y los reyes magos de oriente. El primero es un carbonero feo y glotón y los segundos unos rutilantes y pomposos personajes coronados, pero, en la conciencia democrática de los niños y niñas de clase media, como dirían nuestros gobernantes, los dos traen regalos, así que conviven en perfecta armonía. En estas fechas, la arqueología se pasea por las calles de la ciudad en carruaje.