El triunfo siempre es equívoco y su reversión, dolorosa; a veces no tanto para el triunfador, porque ya está muerto o cubierto por el olvido, como para los seguidores y admiradores que le acompañaron en la emoción de la victoria y deben recomponer su sentido del bien y del mal. Cuando despojaron de sus títulos deportivos a Lance Armstrong, este se encogió de hombros pero ¿qué debieron sentir quienes le aplaudieron y fueron partícipes siquiera vicarios de sus éxitos? Abatir una estatua es cambiar el pasado sobre el que estamos construidos.

En estos días pasados, las autoridades de la remota provincia subpirenaica han estado enzarzadas en la tesitura de despojar del máximo reconocimiento que otorga el gobierno regional a quien seguramente es el personaje más prominente que ha dado esta provincia en el siglo XX. Don Félix Huarte Goñi empezó su carrera con una pequeña empresa de construcción y terminó formando parte de la oligarquía económica del país. Una de sus primeras encomiendas en los años veinte fue la construcción de los váteres públicos de su ciudad. Los viejos del lugar recordaban al empresario azuzando a sus peones con una arenga patriótica: venga, más ánimo, que trabajáis para la ciudad.

Apenas unos años más tarde, construía uno de los emblemas arquitectónicos de la II República: la ciudad universitaria de Madrid, cuyas primeras facultades iban a inaugurarse el mismo año en que se sublevaron Franco y sus amigos. El dinero era franquista y don Huarte no fue una excepción, aportó el correspondiente óbolo a la cruzada y se puso al servicio de la dictadura. La siguiente obra destacada en la que participó fue el mausoleo que hasta hace unas semanas se llamó valle de los caídos, en cuya construcción, como es sabido, se utilizó mano de obra esclava de los presos republicanos vencidos. En este empeño, aportó una solución técnica factible y más económica a la erección de la monstruosa cruz que preside el conjunto. Franco le quedó eternamente agradecido y este feeling entre el dictador y el empresario tendría una consecuencia, años después, que cambió la historia de la remota provincia.

Eran los sesenta. Tras el plan de estabilización, el país inició un proceso de industrialización que estaba pautado en los llamados polos de desarrollo, cuyo mapa no incluía la patria chica de don Huarte, que tenía sus propios planes: levantar una pequeña constelación de industrias –alimentación, química, mecánica, etcétera-, que debían servir de apoyo y refuerzo a su emporio de la construcción. Recibió la autorización del dictador y, quizá sin quererlo o prever sus efectos, sentó la base de la industrialización de la provincia, de su despegue económico, de su transformación social y, en último extremo, de su evolución política. La operación encontró resistencias en los caciques locales, mayormente terratenientes en una provincia somnolienta, pero no eran adversarios para el erector de la cruz de los caídos. En alianza con otro personaje histórico curioso -don Miguel Javier Urmeneta Ajarnaute, un nacionalista vasco de brillante carrera militar bajo la protección del general falangista Agustín Muñoz Grandes, división azul incluida-, don Huarte se hizo elegir presidente de la diputación provincial, o foral, y con todos los resortes de la política y la economía regionales en sus manos, llevó a cabo sus designios, que, a la tenue luz de la época, no pueden considerarse sino progresistas, al menos en el sentido antiguo, hegeliano y dialéctico, de la historia.

Los indígenas más viejos del lugar, como este escribidor, podemos asegurar que ambos personajes fueron populares y apreciados en vida y dejaron una memoria que podría calificarse de generalizado agradecimiento. El dinero de la familia Huarte sirvió por la misma época para promocionar las artes de vanguardia en España (por ejemplo, la obra de Jorge Oteiza) y patrocinó los llamados encuentros de 1972, a los que la provincia ha dedicado recientemente una costosa evocación. Don Huarte falleció en 1971 dejando una empresa de construcción que, a la llegada de la democracia, se enfangó, como todas las del sector, en la corrupción de políticos, y en uno de estos lances los tribunales llevaron a la cárcel al primer presidente democrático de la remota provincia, socialista, lo que sumió al socialismo local en una suerte de minusvalía política de la que aún no se ha repuesto, pinzado entre una derecha muy musculada y el sempiterno neocarlismo abertzale.

En fecha tan tardía como 2014, otro gobierno democrático concedió al prócer (y a don Urmeneta) la medalla de oro de la provincia a título póstumo. Y, ahora, ¿qué hacer con la medalla después de que se promulgara la derogatoria ley de memoria democrática? La respuesta es lo que ha traído a mal traer al gobierno regional estas semanas. Al fin, las virtudes del enjuiciado han pesado más que los vicios y conservará la condecoración. La historia es larga y espesa, si lo sabremos los viejos que aún meamos en los urinarios que el prócer de la medalla de oro construyó hace un siglo.