Crónica de un ciudadano en extinción.

El vejete recibe en su email box un recado de la dirección de la policía. El correo electrónico es la rendija por la que se nos escapa la intimidad y la poli siempre es una cosa seria. Por fortuna, no es la comunicación de una multa, ni la requisitoria de comparecencia en comisaría, ni siquiera una alarma de catástrofe inminente; sólo es un aviso de que su carné de identidad caducará en unos días y debe concertar cita para renovarlo en la oficina correspondiente. Es la clase de mensaje que te ayuda a entender lo rápido que pasa el tiempo. La cabeza del vejete da trompos en el pasado y calcula que habrá tenido unos doce deeneís  a lo largo de su vida, desde aquel en el que se identificó como filósofo en la casilla de profesión y pensó que se había ganado una hostia por tontear con un documento oficial cuando lo detuvieron brevemente en una redada rutinaria de las que menudeaban en su remota juventud. El deeneí es el documento del miedo; la grapa que te mantiene sujeto al ogro filantrópico.

Pero ahí está el vejete ante la ventanilla, con su fotito reciente y los doce euros cash para pagar la tasa. Ningún dato circunstancial ha cambiado desde la renovación anterior, la foto es correcta, después de que el funcionario la coteje de un vistazo con el rostro que tiene enfrente, y ahora ponga el dedo índice aquí, por favor. La máquina que toma las huellas es una caja cerrada con un ojo de destellos rojizos donde se aplica el dedo delator y empiezan los problemas. La máquina no consigue leer la huella del dedo índice, ni del dedo medio, ni del pulgar. El funcionario invita al solicitante a ponerse de pie para aumentar la presión del dedo remiso sobre el ojo de la máquina; luego le pide que relaje la mano antes de posar el dedo como si el chisme que tiene enfrente fuera un ligue al que le has entrado demasiado tenso, y, por último, el mismo funcionario le toma el dedo al vejete y lo aprieta contra el ojo. Está contrariado y el compañero le pregunta si pasa algo. No lee la huella, musita el poli. Es el momento de empezar a robar bancos, bromea el viejo, que en estas circunstancias siempre añora el apocalipsis. El funcionario le mira conmiserativamente, con la edad se borran las huellas, le explica. Es decir, no es el mejor momento para empezar a robar bancos.

De alguna manera, las pejigueras de las huellas huidizas se resuelven y el viejo ya tiene el nuevo carné. Mira la fecha de caducidad para saborear el momento en que volverá a ser joven y se queda helado. El carné caduca el primero de enero del año 9999. La fecha es la manera que tiene el algoritmo de designar la eternidad.  El mensaje es claro: el Estado ha empezado a desentenderse del ciudadano sin huellas dactilares, que se extinguirá muchos milenios antes de que caduque el documento que acredita su existencia en la tierra. Cuando del bípedo implume cuyo rigor mortis ya ha empezado por la yema de los dedos no quede nada, un trocito de plástico inerte, estampado con la imagen difusa de un rostro desconocido, navegará por los túneles del aparato digestivo de una ballena, que, por algún típico rasgo de soberbia humana, creemos que están en mayor riesgo de extinción que nosotros mismos. Mira por donde, la poli ha introducido un mensaje ecológico en el deeneí.