Las mascarillas profilácticas se han convertido en la metáfora polivalente de una crisis global: indigencia industrial, anquilosamiento administrativo, impotencia sanitaria, destrucción económica y por ahí seguido. Cuando estalló la imprevisible pandemia del covid (en este tiempo de inteligencia artificial, expertos hasta en la sopa, cámaras de vigilancia por doquier y observatorios de toda laya, los acontecimientos que verdaderamente importan siempre resultan imprevisibles), los estados y la sociedad comprendieron la que se les venía encima cuando constataron la falta de mascarillas. Ese trapito con unas sujeciones para colgar de las orejas, que bien hubiera podido aparejar nuestra abuela, se convirtió en un artículo de primera necesidad universal, el signo de una alarma sanitaria colosal e inabarcable que ponía en riesgo a la humanidad entera y, en primer término, la capacidad de los estados para proteger a sus poblaciones. Y entonces empezó el tráfico, lindante con el contrabando, el chanchullo y la corrupción. Hasta que, cubierta la demanda, la necesidad de mascarillas derivó en el caso mascarillas.

El tal caso mascarillas tiene innumerables variantes y una de ellas se ha registrado en la remota provincia subpirenaica, donde una empresa pública del gobierno regional y la patronal de la empresa privada andan a la greña por 1,8 millones de euros perdidos en el trasiego de mascarillas. El pleito lleva camino de terminar en los tribunales, que en este país es el delta donde embalsan todas las torrenteras provocadas por la insolidaridad y la ineficacia del vecindario y sus instituciones. Pero esa es historia para otro día, no nos distraigamos.

La empresa pública de la que se habla fue creada en 1984, en pleno felipismo, cuando sobre el país caía un tenue sirimiri socialdemócrata en el que confluian los sueños plebeyos de control público de la economía y la voluntad de las élites de conservarla a su beneficio. La función de la empresa era, y es, promocionar las virtudes de la provincia como tierra de inversión y facilitar la implantación de empresas, con apoyo financiero si fuera necesario, y todo con una retórica de arrebatada modernidad. El curioso lector de su página web verá palabras resonantes como abracadabras: política de inversión responsable, estrategia de sostenibilidad, clúster de salud, etcétera. Pero más allá del autobombo, la empresa ostenta una hoja de servicios que nadie ha discutido. Hasta ahora.

Las mascarillas han puesto en crisis este modelo de colaboración público-privada propenso a los enjuagues, como también ha ocurrido en Madrid. En el reino de doña Ayuso, la administración pública está para favorecer a la iniciativa privada, sin más requisitos ni melindres, y así apareció en la atribulada escena de la pandemia un don Sanchinchón y sus socios españoles, un par de logreros de cuidado, que no solo se embolsaron una pasta sino que traficaron con mascarillas defectuosas. En la remota provincia, la empresa del gobierno regional acordó sin mayores cautelas la compra de mascarillas para las empresas privadas. En aquel momento, parecía no solo una buena idea sino la única posible. Se hizo por el bien común, nadie se llevó comisiones y las mascarillas están en buen uso pero ha quedado un excedente que nadie necesita y que el sector privado no quiere pagar. ¿Les suena?