A los amigos y seguidores de esta bitácora, que han estimulado el retorno.

Vuelta la mula al trigo y este viejo al rincón donde moldea sus ocurrencias como castillos de arena. Semanas atrás, presa de una rabieta senil contra la realidad, llegó a creer que no volvería nunca pero los amigos le han insistido en que no debe dejar de pedalear en esta bicicleta estática. Ha sido un verano no se sabría decir si pre o post apocalíptico. Temperaturas del infierno, los bosques ardiendo en los telediarios y veraneantes como náufragos en calzones quejándose de la subida de los precios al borde del mar plagado de medusas. Entretanto, dos o tres antiguos camaradas se han ido y las campanas de San Miguel no han cesado de atronar propinándonos un paraíso para sordos.

Cuando el doctor Fukuyama decretó hace treinta años el fin de la historia, era fácil sospechar que se trataba de una trampa conceptual pero nos dejamos engatusar y mientras duró el crédito nos acostumbramos a un presente continuo, sin pasado ni futuro. Lo que vino luego –la crisis financiera, primero; la pandemia, después, y la tormenta energética, por último-  cuadraba bien a la idea que cualquiera puede hacerse del fin de la historia, al término de la cual se produce una especie de parusía en la que todos estamos sobre una nube aplaudiendo a los sanitarios de la red pública por sus desvelos. Hasta el afanoso alcalde de esta remota ciudad subpirenaica llegó a creer que, después de las mascarillas, los Rolling Stones darían un concierto durante las fiestas patronales. En esas estábamos cuando la historia despertó de su letargo a la manera habitual y consabida, a cañonazos. La guerra de Ucrania, el enésimo avatar de la partera de la historia. El despertar ha sido tan brusco y desapacible que, cuando hemos abierto los ojos, ahí estaba don Feijóo.

Por fortuna, ha fallecido la reina de Inglaterra, por lo que durante unos días estaremos sumergidos en un baño espumoso de buenos sentimientos y ocasión para reflexionar sobre ciclos históricos y todo eso, es decir, para intentar una vez más detener la historia con pompas y leyendas. Isabel había conseguido que siguiéramos creyendo en los cuentos de hadas cuando todo se derrumba, desde el imperio británico hasta su propia familia, incluidos primos lejanos como nuestro emérito, que también desciende de la reina Victoria. En medio del caos resplandecía esta abuelita de sonrisa impasible y sombreros imposibles, que ahora se ha ido. Un materialista puede pensar que si todos tuviéramos el patrimonio y los recursos de la reina Windsor, el mundo sería más pacífico y bonancible pero, ay, eso nos impediría soñar y, sobre todo, quejarnos.

Y ya basta, para primer día de cole.