El azar ha querido que coincidieran en el tiempo el jubileo de la reina de Inglaterra y la emisión de una serie televisiva dedicada a los Borbones españoles. Al otro lado del canal, en la verde Albión, fanfarrias, desfiles de soldaditos de plomo, carrozas de oro y un mercadillo de chucherías con los colores de la unionjack y la cara de la abuelita. En la meseta ibérica, una camilla de quirófano donde abren en canal a la dinastía reinante en busca del patógeno que la aqueja históricamente. Allá, una euforia sobreactuada, que lleva al chiflado primer ministro a reclamar la vuelta al sistema imperial de pesas y medidas. Acá, un estado de estupor en el que, una vez más, no sabemos quiénes somos y no hay más consuelo que los euros que llegan de Bruselas ni más certidumbre que las órdenes militares que vienen de Washington. Diríase que la monarquía inglesa se apoya en la confianza que el país tiene en sí mismo, y la monarquía española hace equilibrios en lo alto de la pirámide porque en la base todo es discordia entre los costaleros o castellers o como quieran llamarse.

Podría establecerse un patrón que explicara los dos hechos históricos y los sentimientos que despiertan, y se formularía más o menos así: la estabilidad y credibilidad de una monarquía se mide por su continuidad histórica y por el patrimonio privado de la familia real, que le permite vivir con opulencia sin rendir cuentas al pueblo. En Reino Unido se dan esas dos condiciones; en España, ninguna de las dos. Nuestros Borbones han sido una dinastía intermitente y sus representantes estaban a la última pregunta cuando llegaron al trono. No todo es mérito de los Windsor ni culpa de los Borbón. Echemos la vista atrás, al siglo XIX, por ejemplo. No es lo mismo reinar sobre un país en plena expansión imperial que sobre otro que está de retirada hacia sus fronteras domésticas. Los gorrones se soportan mejor en la primera circunstancia y resultan insufribles en la segunda.

La monarquía británica supo incorporar tempranamente a la burguesía comercial e industrial (no sin que a algún monarca le costara la cabeza), y las dádivas que se recibían de las colonias de ultramar, de las que vivía la clase media  en una sociedad sólidamente estamentada, dieron estabilidad al sistema. Los modernos borbones españoles reinaban sobre un país feudal, de terratenientes en el casino, clérigos sermoneadores en el púlpito y militares inquietos en el cuartel, mientras la burguesía exhibía una impotencia desesperante para hacer su revolución, lo cual explica otro rasgo diferencial entre las dos monarquías: la británica es inequívocamente liberal y la española tiende instintivamente a un modelo autoritario, que no se aviene con el variado y contradictorio mapa político del país. La oportunidad histórica de don Juan Carlos fue excepcional porque le llevó al trono el fin de una dictadura que parecía interminable sin otra opción que restaurar la democracia, para lo que tuvo que traicionar a su padre biológico y a su padre político, mientras permanecía intacta en él la cosmovisión medieval de un rey que hace lo que le da la real gana.

Y llegamos al  final de la fábula. Esos balbuceos republicanos que se oyen estos días en nuestro país según los cuales todos somos iguales ante la ley, de los que a veces se ha hecho eco también el rey emérito en sus cínicos y tediosos discursitos navideños, son una solemne sandez que escandalizaría a la reina de Inglaterra, que, por cierto, nunca hace discursos personales. El fundamento de una monarquía es que el rey o reina no es igual a sus súbditos. La relación entre ambos polos no es un contrato social ni una constitución política (el rey emérito nunca acató la constitución del 78 en cuyo artículo 57.1 aparece como origen e inspirador del nuevo régimen) sino una sentimentalidad nutrida por la confianza del país en sí mismo y que la ciudadanía ve reflejada en la figura real. Este trampantojo se llamó aquí hace unos años juancarlismo y parece estar vigente y operativo con la reina de Inglaterra mientras que en España lo estamos recomponiendo malamente como un jarrón o un espejo rotos. Una vez más.