El asesinato requiere una fe. El nihilismo contiene un paraíso al otro lado del crimen. Es la fe la que da derecho a portar armas y a utilizarlas cuando consideres necesario y, correlativamente, es la misma fe la que determina la obligación de las víctimas a ser víctimas. El duelo en el ok corral, que está en el centro de la mitología que consumimos a diario, se expande como una bomba de fragmentación y esta vez ha estallado en un pueblo de Texas, Uvalde (¿nombre vasco?), donde un chiquillo de dieciocho años ha asesinado en una escuela a diecinueve niños y dos adultos, antes de morir él mismo bajo las balas de la policía, en el día de su cumpleaños, como si celebrara su paso a la edad adulta y, como un guerrero espartano, anunciara así el derecho a defender su país. No hay persas en la frontera pero algo deben significar las armas que la ciudad te deja portar y al efecto bien se pueden usar contra otros griegos del vecindario. Es el imperceptible desliz que lleva de la lucha global por la libertad a la guerra civil.

Estas matanzas operan sobre la conciencia del país que las engendra como la electricidad doméstica en un niño que ha metido los dedos en el enchufe. Una sacudida, una llantina, un propósito alocado y estéril de cambiar los instrumentos que proporcionan la energía y hasta la próxima. El derecho de los asesinos prevalece sobre el de las víctimas. Esta prevalencia esta garantizada por la segunda enmienda de la constitución, que, como nos explicaba Homer Simpson, permite a cada norteamericano armarse para impedir que la reina de Inglaterra les quite la granja. La segunda enmienda es la cobertura moral que inspira a todo el cine de Hollywood, sin duda el mejor y el más influyente del mundo. Hasta Ramson Stoddard, que llevó la ley al territorio de Shinbone (podría haber sido Uvalde), necesitó que Tom Doniphon asesinara al bandido Liberty Valance para que este objetivo  pudiera cumplirse. ¿Podríamos los cinéfilos soportar una historia en la que Jimmy Stewart fuera un político fullero y oportunista, John Wayne un asesino sin escrúpulos y el malísimo Lee Marvin un ciudadano privado de su derecho a la defensa?

La razón vale si tienes una pistola en la que apoyarla. Desde hace más de un siglo estadosunidos exporta al mundo esta máxima, ya sea a través de su hipnótica industria del entretenimiento o en vivo con sus marines, que no son más que chavalitos como el tierno asesino de la escuela de Texas. La memoria conserva el hito que alumbró este descubrimiento de la violencia constitutiva de la república imperial, como la llamó Raymond Aron. En el caso de este escribidor fue un reportaje de Alberto Moravia publicado en la revista Triunfo en 1968 y titulado La América que mata. Han pasado dos generaciones desde entonces y no ha cambiado nada, y hay que ser un optimista irredento para no creer que ha ido a peor.

La onda expansiva del suceso acaecido en Uvalde, en el corazón del imperio, ha llegado inevitablemente a esta remota provincia en el Mediterráneo y ha dado pasto para la habitual bronca del parlamento. La vicepresidenta doña Calviño ha creído que era un excelente argumento en un debate sobre economía señalar a los trumpistas voxianos  porque defienden que los españoles de bien puedan portar armas su autodefensa.  Mala suerte, Calviño, porque la prensa ha tardado un segundo en recordar que algo parecido defendió en una ocasión el podemita don Iglesias. Si la metrópoli imperial está al borde de la guerra civil, ¿qué podemos esperar que ocurra en las provincias de su órbita? Y no parece casualidad que la cuestión sobre si se debe o no armar al pueblo, digámoslo así, haya surgido en el parlamento español durante un debate sobre economía.