La paranoia no mejora la calidad de vida y lo aconsejable sería desembarazarse de ella, si fuera posible. La mala noticia es que ofrece una visión del mundo que se ajusta de manera inquietante a la realidad, y los hechos, o su apariencia, operan como nutrientes de las obsesiones del paciente hasta el punto que no sabe si está paranoico o tiene razón. En la duda, suele creer que tiene razón porque está paranoico.

Estos días se ha sabido que políticos independentistas catalanes han sido espiados por un artilugio al que sus fabricantes israelíes llaman Pegasus y que se infiltra en los dispositivos móviles y desentraña toda la información contenida en ellos hasta el punto de dejar vacía de sentido la palabra intimidad. La empresa fabricante solo vende este artilugio, o eso dice, a gobiernos y agencias oficiales de seguridad, que, como sabemos, pueden estar ocupadas y servidas por canallas redomados pero que siempre actúan por el bien común. Curiosamente, esta aterradora violación de la intimidad, formulada en términos discursivos tradicionales, tiene una lógica impecable e incluso demuestra una moral saludable. ¿No es obligación del estado vigilar a los delincuentes? ¿Y quién es mayor delincuente que los independentistas catalanes que quisieron romper España? Así que todo está en orden.

Pero el atronador zumbido de la noticia nos dice que la lógica tradicional, basada en la autoridad del estado, ha sido la primera víctima de Pegasus y demás  artilugios similares.  En esta tesitura, resultan ridículos, por falta de credibilidad, tanto el gobierno y sus alegaciones de que no utiliza Pegasus como las reacciones de las víctimas anunciando una torrentera de querellas judiciales contra los presuntos, incluso evanescentes, responsables del espionaje. Ambas iniciativas presuponen  la existencia de una autoridad superior y reconocible capaz de embridar los desmanes de la cibernética. Pero la cibernética ha destruido el estado: la unidad de medida del consenso político y de la convivencia social. Las acciones de los independentistas catalanes y de los tanques de Putin –por mencionar iniciativas muy alejadas entre sí y para nada equiparables- aún presuponen la existencia de un territorio delimitado y de un estado que lo representa, por eso nos parecen tan anacrónicas, pero ¿a qué estado o qué territorio representa Pegasus y las granjas de bots destinadas a saquear la privacidad de los individuos, irrumpir en la convivencia social, destruir acuerdos políticos y alimentar la desconfianza y el aislamiento de los ciudadanos? Qué significado tiene que un solo individuo, un obsceno ricachón, quiera comprar tuiter, la red de mensajería digital más grande del mundo sobre la que operan Pegasus y los bots, el primero vigilando sus contenidos y los segundos corrompiéndolos con bulos y mentiras.

El arquetipo humano de este tiempo es un individuo encorvado y ensimismado en la pantallita de su dispositivo móvil,  al otro lado de la cual no encuentra más que su imagen, sus deseos y miedos, sus pequeños secretos y trofeos, que no puede contrastar con nadie porque no tiene interlocutor. Las dudas que le acechan, las certezas que busca, los servicios que requiere, las disfunciones que detecta, ha de encontrarlas y resolverlas por sí mismo, solo, mediante digitación, en el doble sentido de ordenación de datos valiéndose de los dedos. Tamborileamos en la oscuridad.