Días de asueto en los que la actualidad deja de trepidar, los proveedores de noticias cierran el chiringuito por vacaciones y a los peatones de la historia nos es permitido dedicar la atención a algo más placentero. Por ejemplo, una buena novela. Digamos, Cena de amigos, la última de José María Conget, si os parece bien.

Los lectores de Conget constituimos  una secta quizá no muy numerosa  -los lectores nunca son lo bastante numerosos- pero sí fiel. En el caso de este escribidor, la amistad con el autor y la admiración por su obra han discurrido paralelas y agrada constatar que el amigo sigue en buena forma, pluma en mano. La historia que nos ofrece versa sobre padres e hijos, y, si hemos entendido el trasfondo del relato, habla de la vida como desafío y claudicación. Los adultos celebran un ágape ritual que año tras año pauta las etapas de su existencia, hecha de conquistas y renuncias, recompensas y frustraciones, hasta que se ven abruptamente interrumpidas para siempre por lo ocurrido al hijo de una de las parejas asistentes a estas celebraciones.

El marco temporal del relato es el momento de la eclosión de los jóvenes indignados, lo que otorga a la novela una dimensión histórica reconocible. Los adultos forman parte del establishment cultural –escritores, editores, profes-, emparejados y amigos de larga data,  cuyo tejido relacional se muestra ajado y descosido ya en el primer capítulo de la novela, y devaluados los afanes que dieron sentido a su camaradería. Entretanto, en la calle, en las acampadas de los indignados, los hijos pugnan ante los primeros retos de la existencia, en los que el amor físico y la justicia social son anhelos imbricados, un eco reconocible para los sesentayochistas, pero que la generación de los padres ya ha olvidado.

Los ritos de paso de la adolescencia a la edad adulta son resolutivos y en consecuencia arriesgados y peligrosos; de alguna manera, se juegan a vida o muerte, y si se sobrevive a ellos es al precio de aceptar las cautelas y condiciones que la sociedad impone. El joven Rodion las desafía y lo paga duramente. La generación de sus padres sale de la historia, las cenas de amigos dejan de celebrarse, y la generación de los hijos entra en escena herida y perpleja, obligada a pactar con una realidad que había querido abolir.

Las síntesis de lecturas, como la esbozada en los párrafos anteriores, derivan inevitablemente hacia el tópico y no hacen justicia a las buenas novelas porque la fuerza de estas radica en su estructura narrativa y en el modo como el lenguaje la crea. Conget urde ficciones muy robustas y complejas, que requieren del lector un plus de atención, tanto más exigible si, como es habitual en este tiempo de cambio, la novela se lee en la cercanía de un dispositivo móvil o cualquier otro chisme proveedor de pitidos e información espasmódica. En este sentido, el autor va claramente a contracorriente de la historia. Pero no conozco ningún otro novelista actual que sea capaz de captar como él los sentimientos íntimos de los personajes, con los que estos construyen el mundo a su alrededor para seguir viviendo. Termina el asueto del lector y la novela. Un malestar difuso le removía las tripas, para decirlo con las últimas palabras del autor.

En la imagen, José María Conget en un acto literario.