Lo cuenta la eslavista Marta Rebón. Don Vladimir Putin preside la entrega de premios de un concurso escolar de geografía y pregunta a un alumno galardonado dónde acaba Rusia. El chico se lo piensa y da una respuesta cautelosa, en el estrecho de Bering, frontera con Estados Unidos, pero no menciona el limes occidental ni meridional, a lo que el autócrata sonríe y corrige al niño: la frontera de Rusia no termina en ninguna parte.

Este escribidor descubrió el carácter infinito del espacio ruso en la lectura de El Imperio, del periodista polaco  Ryszard Kapuscinski, en cuyas páginas se describe de manera muy vívida una vasta y vacía llanura nevada de la que emerge en el horizonte una simple alambrada en no muy buen estado que es, en ese momento y en ese lugar, la frontera occidental del todavía imperio soviético al borde de la implosión. Lo que revela el declive del estado es la herrumbre de la alambrada. Los rusos son un pueblo prisionero en el espacio más extenso del planeta y por si no fuera suficiente llevan su suspicacia de proscritos consigo cuando viajan al extranjero, como también relata Marta Rebón con una anécdota biográfica de Dostoyevski. Humillados y ofendidos en un territorio sin límites, he aquí el alma rusa.

Estos días se ha producido en España un debate por completo marginal pero muy interesante a propósito del discurso de don Putin para justificar la invasión de Ucrania. En resumen, el autócrata ha descalificado la existencia de Ucrania como un invento de los bolcheviques, lo que ha incendiado al neogurú de la izquierda, don Pablo Iglesias. En la geografía mental de don Putin, Ucrania es un territorio de la frontera rusa al que dio entidad estatal el régimen soviético. La cuestión tiene su busilis. Lenin calificó de cárcel de pueblos al imperio zarista, pero cuando permitieron que los pueblos no rusos se convirtieran en repúblicas con derecho a la autodeterminación, entraron en pánico ante la posibilidad de que pudiera significar el recorte periférico del vasto espacio en el que están perdidos tan a gusto y decretaron que ese derecho a la autodeterminación estaba condicionado a las exigencias de la revolución obrera que encarnaba el poder de Moscú. Vuelta, pues, al imperio zarista pero con más siglas y más aparataje de instituciones territoriales. Esta interpretación leninista del imperio ruso permitió que líderes muy notorios del poder soviético fueran naturales de territorios o repúblicas hoy enfrentadas a Moscú: Stalin era georgiano; Kruschev, ucraniano, y para enredar un poco más, Dzerzhinski, primer jefe de la policía política soviética, era un bielorruso cuya localidad de nacimiento estuvo bajo dominio polaco-lituano antes de formar parte del imperio ruso. A la abolición del poder soviético bajo la batuta de don Boris Yeltsin, la autodeterminación de los pueblos se celebró con gran algarabía, hasta ahora.

La constitución de estados cultural y étnicamente homogéneos es el quebradero de cabeza de la modernidad, que se ha agudizado, o ha resurgido, con la globalización, y en un área del planeta que es una llanura sin fin constituye un problema crónico en el que las fronteras las fija en cada momento la fuerza militar. La negociación, que siempre es asimétrica, no es más que un preámbulo para el uso de la fuerza, como hemos visto estos días. La novedad doctrinal que ha introducido don Putin con la invasión de Ucrania es doble: de una parte, ha ignorado el derecho internacional, trabajosamente construido desde el final de la segunda guerra mundial, y de otra, proclama un supremacismo ruso intolerable para sus víctimas. En la cosmogonía de Putin, los ucranianos son los hermanos menores de los rusos, a los que puede dar una colleja si le apetece. Putin es el jefe blanco, cristiano y heterosexual que tanto éxito le granjea entre los voxianos europeos de toda laya.

Y en esas estamos, en la interminable espera a que la sociedad rusa sea capaz de crear en su seno un sentimiento democrático generalizado y una opinión pública capaz de sujetar la deriva autocrática en la que, a la menor oportunidad, Rusia cae sin remedio. A la vista de los porrazos con que son atendidos los pocos y heroicos manifestantes rusos contra la invasión de Ucrania, podemos conjeturar que la espera va para largo.