La muerte de Stalin es una película descacharrante del escocés Armando Iannucci, que, como el título indica, cuenta en clave ferozmente paródica los hechos y andanzas que rodearon la muerte del dictador soviético y su sucesión al frente del país. La risa tiene una función curativa pero en Rusia, la película está prohibida porque, como dijo el mismísimo Vladimir Putin, podría desmoralizar al pueblo. En una de las escenas, los capitostes de la iglesia rusa entran en la sala donde se rinde homenaje al tirano de cuerpo presente, ataviados con sus aparatosos hábitos litúrgicos, y los colegas del dictador fallecido se preguntan quién ha invitado a los obispos. La anécdota tiene una base histórica porque Stalin recurrió a la religión para aunar al país en los angustiosos momentos de la invasión nazi; en aquella circunstancia, el estado soviético hizo la vista gorda sobre las prácticas religiosas populares. Hoy, el ejército ruso tiene dedicada una catedral. La tendencia a cobijar el poder político bajo el palio episcopal es propia de prebostes inseguros. Para no ir más lejos, don Feijóo, en el momento de mayor riesgo en su carrera, se ha hecho acompañar de un obispo para la inauguración de una refinería de aceite. Pero este comentario no va de la guerrita en la derecha española sino de la guerra de verdad a la que parece que estamos abocados con el epicentro en Ucrania.

Putin ha justificado la invasión de las regiones orientales de Ucrania con argumentos de pretensiones morales, en los que Rusia se presenta como guardián de la civilización oriental para frenar a los modelos europeos que no tienen nada que ver con la historia y a los que, al parecer, se ha entregado Ucrania. De manera que estamos ante una cruzada. Más en claro, en palabras del autócrata, la religión cristiana ortodoxa cobra un papel esencial en esa comunión cultural y aún determina hoy en gran parte nuestra afinidad entre rusos, ucranianos y bielorrusos.

Hay varios enfoques posibles para definir el conflicto de Ucrania. El más obvio, y no por eso inexacto, es que se trata de dos potencias en decadencia enfrentadas para dirimir su hegemonía en un cierto espacio del planeta. Pero este planteamiento analítico no moviliza a nadie. Las guerras, para que sean aceptadas, siquiera en inicio, se hacen siempre por razones metafísicas. La propaganda dice que son guerras entre civilizaciones. En resumen, los ucranianos van a pagar caro haber elegido como presidente de la república a un cómico profesional como el señor Zelenski; algo mejor les iría si hubieran elegido a un bruto unidimensional como el bielorruso Lukashenko. Diríase que la guerra de Ucrania es por el derecho a la risa.

Rusia es tan vasta e ignota que se le da bien aparecer como el paraíso de los descontentos occidentales. De alguna manera, representa un orden en el que cada individuo y cada cosa parece tener su sitio, algo inencontrable en las democracias llamadas liberales. Antes fue el horizonte del proletariado y ahora es el espejo de los movimientos de extrema derecha. En occidente también elegimos payasos, como en Ucrania, para que nos gobiernen y casi estamos acostumbrados a que todo parezca una broma. Podemos desdeñar las advertencias del viejito Biden como un eco de la guerra fría pero una parte de esas profecías ya se ha cumplido y el chirrido de las cadenas de los tanques que nos llegan por los telediarios nos tiene de los nervios.